La santidad, que es la plenitud de la vida cristiana, no consiste en realizar proezas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir su palabra. Se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús, como afirma san Pablo: «Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo»[2]
Dicho esto ¿Cómo puedo recorrer hoy el camino de la santidad y responder a esta llamada que el Señor me hace? Más aún ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? Una vida santa no es fruto, principalmente, de nuestras pretensiones o acciones, es Dios quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma.
“Los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia”.[3] Ahora bien, Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que conlleva; pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la de Dios.
En los santos reconocemos como la fuerza del Espíritu Santo actúa en todo tiempo y lugar, pues la santidad no es un episodio superado en la vida de la Iglesia. Hoy, como ayer, muchos hermanos manifiestan, de múltiples modos, la presencia transformadora del Resucitado, incluso de la forma más silenciosa pues la santidad no es sino el amor plenamente vivido. “Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16), el amor a Dios y al prójimo es el sello del discípulo de Cristo”.
A muchos de estos santos los topamos todos los días, personas buenas, gente “normal”, cuyo testimonio diario es heroico. “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, “la clase media de la santidad”.[4]
Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre. Anhelemos la santidad y, ante todo, vivamos sirviendo y amando, sigamos el ejemplo de nuestro Patrono San José, quien respondió al plan de Dios en su vida diaria.
[1] Lumen gentium, 50
[2] (Rm 8, 29). Cf. Benedicto XVI, Audiencia General, 13 de abril del 2011
[3] Lumen gentium, 40
[4] Papa Francisco, Gaudete et exsultate n.7