El mismo Señor nos enseña: “El hombre bueno, de las riquezas del corazón saca lo bueno, y el malo, de lo malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca”. (Lucas 6,45) Lo que el Señor nos expresa no es una simple casualidad u observación, antes bien, nuestras palabras y acciones son expresión de lo que hay realmente en nuestro interior: “Porque del corazón salen los malos pensamientos, muertes, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias”. (Mateo 15,17)
Debemos dejar que Dios nos transforme desde dentro para ser curados del pecado que nos somete y esclaviza... en eso radica la verdadera conversión. Invocar al Corazón de Jesús nos dispone a tener, según San Pablo, “los mismos sentimientos que Cristo Jesús” (Flp 2,5).
Un cristiano que se deja interpelar por el amor de Dios no puede sentirse satisfecho con una vida mediocre, Jesús nos exhorta a asumir un estilo de vida, un modo de comportarnos en el cual siempre el amor tiene primacía. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano. Los verdaderos cambios se dan desde la interioridad y no son meros maquillajes plagados a menudo de intereses y falsedades.
Al hablar desde su propio Corazón, Jesús apela a la dimensión interior e integral del ser humano a partir de la cercanía, de compartir nuestra misma condición humana. El Señor nos pide un cambio que involucre a toda nuestra persona y debemos empezar desde dentro, acogiendo el don de la gracia.
Pero es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. Él es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el mundo. “Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por esto, el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo (…), debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. (…) Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo” (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n.8).
[1] Juan Pablo II, 20 de junio de 1979
[2] Papa Francisco, 8 de junio del 2020