Aunque ahora se multipliquen sus detractores, muchos incluso por puro odio a la fe, nadie podría comprender ni explicar la historia de Costa Rica sin la presencia de la Iglesia Católica y de cientos y cientos de personas que, movidas única y exclusivamente por la fe y el amor al prójimo, han dado hasta la última gota de su sangre en esfuerzos de bien nacional.
Mencionarlos todos sería imposible, pero los conocemos: obispos valientes, que no han temido la persecución, grandes evangelizadores de verbo inspirado que se han adentrado al encuentro de los pobres donde nunca nadie antes había ido, sacerdotes visionarios, auténticos servidores del bien común, desprendidos fundadores de pueblos e instituciones, religiosos y religiosas, abnegados servidores de los enfermos y de las personas vulnerables, educadores de generaciones de niños y jóvenes, pastores con visión de estadistas, capaces de orientar los destinos de la nación en los momentos más duros de su historia con la luz del evangelio y la caridad social, padres y madres de familia responsables, catequistas, misioneros insignes, animadores de comunidades, líderes en momentos de prueba, y un largo etcétera de servidores y servidoras de Cristo y de los hermanos.
Por todo ellos es que este primer centenario tiene sentido. Su ejemplo y la semilla de su entrega no pueden caer hoy entre espinas ni al borde del camino, es nuestra tarea hacer que su memoria no se extinga ni que sus obras decaigan.
Por fuertes que sean las dificultades, por complejos que sean los retos y por muchos que se vuelvan en contra, la presencia de la Iglesia hoy está llamada a ser fecunda y muy competente, capaz de inundar con la presencia del Salvador todas las realidades, incluso aquellas en las que pareciera que nos hemos replegado con los años.
Hay que seguir con alegría los pasos de quienes antes que nosotros enfrentaron los mismos retos, incluso con muchos menos recursos, pero siempre con la mirada puesta en Dios y en todo el bien que la fe tiene para la humanidad, comenzando por la Vida Eterna.
Son complejos tiempos nuevos, es cierto, y seguramente la era de la cristiandad ya terminó, es necesario arrojo y decisión para impulsar la misión de la Iglesia en medio de una sociedad para la que Dios cuenta cada vez menos.
Sin embargo, nuestra Iglesia vive la certeza, cien años después de aquel momento histórico de creación de la Provincia Eclesiástica, de que el Evangelio del que es portadora no ha dejado de poseer la fuerza necesaria para seguir haciendo visibles en “palabras y gestos”, la obra salvadora que Jesús vino a realizar.
Ánimo, alegrémonos, es el tiempo de Dios y Él está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo.