Nuestra sociedad costarricense atraviesa transformaciones profundas que impactan no solo el presente, sino el futuro. En ellas, la sostenida disminución de la tasa de natalidad y el envejecimiento poblacional plantean un desafío cada vez más agudo al sistema de pensiones. Es un tema que interpela la conciencia colectiva, pues no solo se trata de cifras o cálculos actuariales, sino de dignidad de las personas y de la justicia social, por la cual tanto se ha enorgullecido Costa Rica.
El principio fundamental de un sistema de pensiones es la solidaridad intergeneracional: las generaciones activas sostienen a las generaciones mayores. Pero cuando las tasas de natalidad caen drásticamente y la población en edad productiva disminuye, ese equilibrio se resquebraja. Se hace cada vez más difícil sostener los compromisos adquiridos con quienes ya han trabajado y aportado a lo largo de su vida.
La Iglesia contempla con preocupación esta realidad. No podemos aceptar con indiferencia que los adultos mayores se conviertan en una “carga” social o que se les condene a vivir sus últimos años en condiciones de precariedad. La justicia exige reconocer y garantizar el derecho de toda persona a un retiro digno, fruto de su aporte y esfuerzo a lo largo de su existencia laboral.
Frente a esta situación, algunos proponen como única solución elevar la edad de jubilación. Sin embargo, es legítimo preguntarse si esta medida, aplicada de manera general, es verdaderamente justa. No todas las personas envejecen de igual manera ni todos los trabajos tienen las mismas exigencias. Para muchos, prolongar la vida laboral significa añadir años de desgaste, de enfermedad o de sufrimiento, cuando deberían poder disfrutar del merecido descanso y de la compañía de los suyos.
El problema de fondo, sin embargo, es más amplio: vivimos en sociedades que no están promoviendo la vida, que no generan las condiciones necesarias para que las familias puedan acoger con esperanza nuevas vidas. La baja tasa de reemplazo es síntoma de una cultura que ha perdido el sentido del futuro y del don de la vida.
No se puede abordar la crisis de las pensiones sin una visión integral que también contemple políticas de apoyo a la natalidad, a la conciliación familiar y laboral, y a la protección de los más vulnerables. Una sociedad que no cuida a sus niños ni a sus ancianos corre el riesgo de convertirse en una sociedad fragmentada.
La Iglesia, desde su visión de la persona y del bien común, invita a repensar el modo en que concebimos el trabajo, la vejez y la vida en comunidad. Es necesario recuperar el valor del cuidado mutuo entre generaciones, promover estructuras que respeten los tiempos de la vida humana, y recordar que el progreso no puede medirse solo en función de la productividad económica.
Es esencial que el debate sobre las pensiones no se reduzca a un mero ajuste técnico, sino que se abra a una reflexión ética: ¿qué modelo de sociedad queremos construir? ¿Cómo cuidamos a quienes nos precedieron y forjaron con su trabajo el bienestar del que hoy disfrutamos? ¿Qué sentido damos al tiempo de la vejez?
Hoy más que nunca, es necesario un compromiso renovado de todos los actores sociales y políticos para buscar soluciones equitativas, que no sacrifiquen a los más frágiles ni olviden el valor sagrado de cada vida humana.
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