Este artículo nació durante un viaje a Buenos Aires. Había sido invitado a participar en la Feria del Libro de la ciudad, y ya con la reservación hecha, me preparé para partir.
Era el domingo de la Divina Misericordia. Después de celebrar la Santa Misa, me dirigí al aeropuerto para abordar el vuelo programado. Al llegar, me trasladé al monasterio donde me hospedaría. Allí, tras instalarme y tomar un pequeño descanso, compartí un café con el amigo sacerdote que me recibía, a quien hacía tiempo no veía.
Fue entonces cuando él me propuso salir a caminar un rato. Así fue: caminamos más de cinco kilómetros bajo la luz del sol reflejada en la luna, metáfora de nuestra conversación sobre la impecable acción del Espíritu Santo en la Iglesia.
Lo más hermoso de aquella caminata fue poder compartir una meditación sencilla pero profunda: ¿qué nos ha dado Dios a través de los últimos pontífices que han guiado la Iglesia en nuestro tiempo?
Nuestra reflexión surgió en un contexto marcado por la reciente muerte del Papa Francisco, momento en que los medios de comunicación, más atentos a las figuras visibles, las contraposiciones y a las agitaciones políticas, parecían pasar por alto el verdadero misterio que envuelve la vida y la misión del Sucesor de Pedro.
En medio del ruido mediático, de los análisis apresurados y de las inútiles comparaciones humanas, es fácil perder de vista la acción silenciosa pero efectiva del Espíritu Santo, que guía, sostiene y fecunda a la Iglesia a través de sus pastores.
Era necesario, entonces, detenernos, hacer silencio, y mirar con ojos de fe para reconocer el don inmenso que cada uno de estos Papas ha significado: no fueron simplemente líderes humanos, sino, verdaderos instrumentos de la presencia de Cristo en su Iglesia.
Fue bajo este impulso interior, que nació en mí el deseo de expresar un pequeño testimonio, para no dejar pasar en vano la gracia recibida, para agradecer, y para reconocer con corazón humilde que el Espíritu de Dios no ha dejado de hablar, de actuar y de sostener a su Pueblo.
Nací el 6 de octubre de 1978, días en que la Iglesia vivía tiempos de conmoción y esperanza. Juan Pablo I acababa de partir, y apenas diez días después de mi nacimiento, el 16 de octubre de 1978, fue elegido Papa un joven polaco que cambiaría la historia: Juan Pablo II.
Desde entonces, mi vida ha estado marcada por la compañía de tres grandes pastores, tres rostros del amor de Cristo: Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.
San Juan Pablo II nos permitió mirar a Cristo vivo en la historia, nos pidió no tener miedo de abrirle el corazón, de creer que su presencia cambia el rumbo del mundo. Su pontificado, iniciado en 1978, culminó el 2 de abril de 2005, dejándonos un testimonio vibrante de la presencia real de Cristo como Señor y Hacedor de la historia.
Benedicto XVI nos invitó a escuchar a Cristo en lo más hondo de nuestro corazón, en la inteligencia humilde y en la belleza de la Verdad. Elegido en 2005, su retiro en 2013 no fue un abandono, sino un humilde acto de entrega silenciosa; y su partida definitiva, el 31 de diciembre de 2022, selló una vida consagrada al misterio de Dios.
Francisco nos animó a tocar a Cristo en los pobres, a vivir la fe no como una idea sino como caridad concreta. Su pontificado comenzó en marzo de 2013 y concluyó con su muerte el pasado 21 de abril, dejando una huella de ternura y valentía en la Iglesia y en el mundo.
En el tiempo que me ha sido dado vivir, alcancé a recibir la luz de estos tres grandes testigos. Cada uno, a su modo, me acercó al único Señor: Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre.
Cuando hago esta reflexión, me surge espontáneo decir: “Gloria a aquella Palabra que se hizo cuerpo, y al Verbo sublime que se hizo carne: la oímos con nuestros oídos, la vimos con nuestros ojos, la tocaron nuestras manos y la comulgamos con nuestra boca.”
Se trata de un antiguo himno, atribuido según la tradición a San Efrén el Sirio (+373), inspirado en el prólogo de la Primera Carta de San Juan (1 Jn 1,1-3). En nuestra comunidad maronita lo cantamos cada año durante la novena de Navidad, como un eco humilde y gozoso de la Encarnación.
Así, con el corazón agradecido, puedo contemplar cómo cada Santo Padre nos ha entregado un don único. El cuarto, que será elegido próximamente, nutrirá nuevamente a la Iglesia con el Verbo viviente.
Así como vi desplegarse ante mis ojos la fe valiente de Juan Pablo II, la inteligencia luminosa de Benedicto XVI y la caridad con rostros concretos de Francisco, espero con esperanza al próximo testigo que el Señor nos enviará.
No será elegido por casualidad ni por cálculos humanos: será, como siempre, fruto de la Providencia divina, elegido no solo por los cardenales reunidos en cónclave, sino sobre todo por la Sabiduría Eterna que guía la Iglesia.
Hoy, mientras el mundo especula sobre el futuro y muchos sienten temor o incertidumbre ante los cambios, me descubro en paz. Porque el Espíritu que condujo a Pedro y que sostuvo a la Iglesia en cada tormenta, sigue soplando con fuerza en nuestro tiempo.
La historia no ha terminado. El Evangelio sigue escribiéndose en los corazones abiertos a la gracia. La santidad no es nostalgia del pasado, sino promesa viva, una posibilidad real aquí y ahora. Cada Papa, cada santo, cada cristiano fiel forma parte de esta gran sinfonía que es la historia de la salvación.
No ha sido la fuerza humana, ni el prestigio, ni la estrategia lo que ha mantenido viva a la Iglesia durante dos mil años, sino la fidelidad de Dios a su promesa: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
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