A nuestra amada Costa Rica dedicó palabras de aliento, reconociendo el valor de nuestra tradición de paz, y alentando siempre a los fieles a vivir la alegría del Evangelio. Ni qué decir su caricia más espontánea cuando nos decía que nuestro país tiene el mejor café del mundo. Su legado permanece vivo en cada gesto de acogida, en cada palabra que construye puentes, en cada decisión pastoral que abre las puertas a quienes buscan sinceramente a Dios.
Hoy oramos por su descanso eterno y, al mismo tiempo, oramos por la Iglesia que él amó y a la que sirvió con generosidad. Además, estamos confiados en la presencia permanente del Resucitado, porque como nos lo dice en el Evangelio de Mateo: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Cristo no abandona a su Iglesia. Él camina con nosotros, como caminó con los discípulos de Emaús. A veces no lo reconocemos, pero Él está presente, sobre todo en la fracción del pan, en la Eucaristía, en el rostro de la comunidad reunida en su nombre.
El relato de los discípulos de Emaús nos enseña que el corazón arde cuando la Palabra es proclamada con verdad, y los ojos se abren cuando Cristo parte el pan. Así también, el ministerio del Papa Francisco fue un abrir los ojos de la Iglesia para ver a Cristo en los descartados, en los migrantes, en los jóvenes y en los ancianos, en los que sufren y en quienes buscan sentido. Con palabras sencillas nos recordó que el Evangelio es encuentro, compasión y alegría.
En la primera lectura, Pedro y Juan encuentran a un hombre lisiado a la puerta del templo, y le ofrecen no oro ni plata, sino el poder sanador de Jesucristo. Así fue también la voz del Papa Francisco: una voz que no ofrecía seguridades humanas, sino la confianza en el poder transformador del amor de Dios. Él nos invitó a ser una Iglesia que sale al encuentro, que no teme tocar la carne herida del mundo, y que acompaña sin juzgar.
El salmo 104, con el cual hoy hemos rezado, nos invita a dar gracias y a cantar al Señor, recordando las maravillas que ha hecho. ¿Y no es esta también una invitación a reconocer el paso de Dios en medio de nosotros a través del ministerio del Papa Francisco? Damos gracias al Señor por su vida, por su palabra que animó al Pueblo de Dios y por su testimonio de pastor universal.
Esta Eucaristía es también una celebración de comunión y unidad. El Papa es principio visible y fundamento perpetuo de esa unidad en la Iglesia. Por ello, al orar por el descanso eterno del Papa Francisco, también oramos para que el Espíritu Santo conduzca con sabiduría al Colegio Cardenalicio en la elección del nuevo Sucesor de Pedro. Que quien sea llamado a esta gran misión, siga construyendo sobre el fundamento del amor y la misericordia, en fidelidad a Cristo y en apertura a los signos de los tiempos.
Queridos hermanos, no dejemos que el dolor cierre nuestro corazón, ni que la incertidumbre debilite nuestra fe. Sigamos caminando como Iglesia viva, con la certeza de que el Resucitado está en medio de nosotros. Que este momento sea ocasión para renovar nuestro amor por la Iglesia, para orar por su unidad y para comprometernos más profundamente con el Evangelio. Que cada uno de nosotros, como los discípulos de Emaús, podamos decir con humildad y convicción: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba” (Lc 24,29).
Oremos también pidiendo la intercesión de Virgen María, Madre de la Iglesia, para que acompañe al Santo Padre Francisco en su tránsito hacia la casa del Padre, como lo hizo también en todos los viajes que emprendía por muchos lugares del mundo y de la Iglesia universal en cumplimiento de la misión que el Señor le encomendó. Que así sea. Amén.
¡Concédele, Señor, el descanso eterno! Y brille para él la luz perpetua. Descanse en paz. Amén.