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Quinto Domingo de San José

By Charbel El Alam Monje de la Orden Libanesa Maronita Febrero 28, 2025

El día glorioso de Epifanía, la Sagrada Familia recibió la visita de los Magos en Belén, con sus ofrendas en homenaje al Niño Dios. Una vez que se fueron, un ángel del Señor apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”.

La gran alegría experimentada durante la visita de estos hombres importantes, venidos de lejos, fue seguida por el abrupto abandono de la casa en que se habían establecido recientemente y de la pequeña clientela que José probablemente tenía en Belén. Se trataba del viaje a un país extranjero, desconocido, sin contar con el temor provocado por la voluntad de Herodes de hacer perecer al Hijo de Dios.

Una vez más, se puso de manifiesto la alegría mezclada con el sufrimiento como rasgo distintivo de la vida de José. Al respecto, San Juan Crisóstomo llegó a decir: “El Señor, amante de los hombres, mezcló trabajos y dulzuras. Tal es su manera de tratar a los santos: no les permite estar eternamente en peligro ni continuamente en seguridad; los bienes y los males se alternan en la vida de los justos. Este es el destino de José”.

Frente aquella amenaza, la Sagrada Familia se puso en marcha de inmediato, tal como el ángel lo indicó, llevando solo lo imprescindible para el camino. José, siendo pobre, no tuvo dificultad en partir al primer aviso. Tomó su bastón, su humilde montura en la que acomodó a María y al Niño Dios. Obedeció sin demora ni queja a las órdenes de Dios, demostrando una vez más, su humildad practicada de manera heroica.

Fue entonces cuando, sin saberlo, muchos inocentes menores de dos años de esa región dieron sus vidas por Jesús. Su martirio les abrió las puertas del cielo y sus madres fueron santificadas por el dolor.

En Egipto, San José tuvo que reconstruir nuevamente su hogar con gran esfuerzo. Lo podemos imaginar afanado por encontrar lo más rápido posible los medios para sustentar a los suyos. Pasó este tiempo como migrante en el exilio, pero confortado en la alegría de vivir junto a María y Jesús. Al regresar a Nazaret, la familia recordaría aquellos años difíciles en Egipto.

El Santo Patriarca sufrió, pero no se impacientó ante estos planes divinos difíciles de entender; nosotros tampoco debemos sorprendernos por la contradicción, el dolor o la injusticia, ni perder la serenidad por ello.

La Sagrada Familia permaneció en Egipto hasta la muerte de Herodes. Dice la Palabra de Dios: “Cuando Herodes murió, un ángel del Señor apareció en sueños a José en Egipto. Levántate, le dijo, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel. Han muerto, en efecto, los que querían matar al niño”.

José, nuevamente, hizo lo que el ángel le indicó; pero no dejó de pensar en las diversas circunstancias de su vida; tampoco abandonó sus responsabilidades; al contrario, puso toda su experiencia humana al servicio de su fe.

Cuando regresó de Egipto, al saber que Arquelao gobernaba en Judea en lugar de su padre, Herodes, San José temió ir allí. Advertido de nuevo en sueños, recibió la indicación de retirarse a Galilea. Fue a instalarse en Nazaret. Allí encontró viejos amigos y parientes, se adaptó y vivió con Jesús y María años de mucha felicidad.

Sin embargo, una vez aquí, San José nuevamente experimentaría en su vida tanto el dolor como la alegría. Hablamos del episodio de Jesús perdido y encontrado en el Templo.

La Ley prescribía que todos los israelitas debían realizar un peregrinaje al Templo de Jerusalén para las tres fiestas principales: Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos. Esta prescripción era obligatoria a partir de los doce años.

Cuando se vivía a más de un día de camino, bastaba con asistir a una de estas fiestas. La Ley no decía nada acerca de las mujeres, pero la costumbre era que ellas acompañaran a sus maridos. María y José, como buenos israelitas, iban cada año a Jerusalén para la fiesta de Pascua. Cuando Jesús tuvo doce años, subió a Jerusalén con sus padres. Cuando el viaje duraba más de un día, varias familias se reunían para el camino y lo hacían juntas. Nazaret está a cuatro o cinco días de marcha de Jerusalén.

Una vez terminada la fiesta (que duraba una semana), las pequeñas caravanas se reunían de nuevo a la salida de la ciudad y emprendían el viaje de regreso. Los hombres viajaban en una caravana y las mujeres en otra; los niños hacían el camino con una u otra.

Los hombres y las mujeres se reunían al caer la noche para la comida. Cuando María y José se reunieron al final de la primera etapa del viaje, notaron enseguida la ausencia de Jesús. Al principio pensaron que estaba en otro grupo y comenzaron a buscarlo, pero nadie lo había visto durante el viaje.

Pasaron todo el día buscando al niño; hicieron un día de camino entre parientes y conocidos. ¡Nadie tenía noticia alguna! María y José tenían el corazón lleno de angustia y dolor. La noche antes de regresar a Jerusalén debió ser terrible para ellos. José, con el rostro demacrado y María, encorvada bajo su dolor, continuaron su búsqueda, enseñando a la humanidad futura cómo comportarse cuando se sufre por haberse alejado de Jesús.

El tercer día, agotadas todas las posibilidades, lo encontraron en el Templo. Imaginamos la indescriptible paz que aquel encuentro llevó a las almas de María y José.

Pidamos a San José que interceda para que nunca perdamos a Jesús por el pecado. Que sepamos aprovechar las contrariedades y dificultades que la vida conlleva para amar más a Dios, sin perdernos en la turbación y recordando que, cuando queremos seguir al Señor de cerca, a menudo experimentamos la cruz.

¡Oh San José, que supiste aprovechar tu estancia en tierra extraña, ayúdanos a aprovechar bien la nuestra en este valle de lágrimas! Que, según tu ejemplo, ofrezcamos a Dios nuestros trabajos, nuestras penas y dolores para que Jesús reine más íntimamente en nuestras almas y en las almas de nuestros prójimos. Haznos fuertes en las dificultades, mirando siempre a Jesús, que está siempre cerca de nosotros.

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