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Cuarto Domingo de San José

By Charbel El Alam, Monje de la Orden Libanesa Maronita Febrero 23, 2025

Cuando contemplamos la vida de San José, descubrimos que estuvo llena de alegrías y penas, dolores y placeres. El Señor quiso enseñarnos, por medio de su testimonio, que la felicidad nunca está lejos de la Cruz, y que cuando se soporta la oscuridad y el sufrimiento con sentido sobrenatural, la claridad y la paz en el alma no tardan en aparecer.

San Mateo escribe: “Cuando María, su madre, estaba desposada con José, antes de que vivieran juntos, se encontró que ella había concebido por obra del Espíritu Santo”. José conocía bien la santidad de su esposa, a pesar de los signos de su maternidad. Esto lo puso en un aprieto. Nadie mejor que él conocía la virtud y la bondad del corazón de María, y la amaba con un amor humano, propio, muy puro y sin medida. Pero, porque era justo, se sentía obligado a actuar conforme a la ley de Dios. Para evitar la infamia pública de María, decidió en su corazón separarse de forma privada. Fue para él, como para María, una prueba muy dura que le desgarró el corazón.

En medio de este dolor indescriptible, una enorme alegría llegó después de la intervención del ángel mientras dormía. Las dudas desaparecieron por completo. Su alma recobró la paz. Recibió dos tesoros divinos, Jesús y María, que serían la razón de su vida. Se convirtió en el depositario del misterio oculto en Dios desde los siglos.

De estos eventos podemos aprender que, frente a situaciones que superan el entendimiento humano, el Señor siempre da su luz a quien actúa con rectitud de intención y confianza en Dios. No siempre entendemos sus planes, sus disposiciones concretas, el por qué de muchos eventos, pero si confiamos en Él, después de la oscuridad de la noche siempre vendrá la claridad del amanecer. Y con ella, la alegría y la paz del alma.

Algunos meses después, José, acompañado de María embarazada, se dirige hacia Belén para hacerse censar, según el edicto de César Augusto. Llegaron muy fatigados, después de tres o cuatro días de viaje, especialmente la Virgen, debido al estado en que se encontraba. Y allí, en la ciudad de sus ancestros, no encontraron lugar donde hospedarse. Con el alma angustiada y triste, José intentó lo imposible, pero solo encontró rechazo y puertas cerradas. ¡Podemos imaginar el sufrimiento y la angustia con que miraba a su esposa, cansada, con las sandalias y la ropa llenas de polvo!

Alguien les indicó la existencia de grutas naturales a la salida de la ciudad. José se dirigió hacia una de ellas, que servía de establo, seguido de la Virgen, quien ya no podía dar un paso más: “Mientras estaban allí, llegó el momento en que ella debía dar a luz, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre...”.

Todas estas penas fueron completamente olvidadas por José en el momento en que María puso en sus brazos al Hijo de Dios. Lo besó y lo adoró. En medio de tanta pobreza y sencillez, apareció el ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en lo alto de los cielos”.

José participó de la felicidad radiante de Aquella que era su esposa, la mujer maravillosa que le había sido confiada. Vio cómo la Virgen miraba a su Hijo; contempló su felicidad, su amor desbordante, cada uno de sus gestos, tan llenos de delicadeza y significado.

Este dolor y esta alegría nos enseñan a comprender que servir a Dios siempre vale la pena, aunque encontremos dificultades, pobreza y dolor... Al final, una sola mirada de la Virgen compensará ampliamente los pequeños sufrimientos que a veces pasamos por servir a Dios.

En el rito de la circuncisión, se le dio al niño el nombre indicado por Dios y comunicado por el Ángel. Estas primeras gotas de Sangre Redentora inauguraron el misterio de la Redención, que conocerá su plenitud en el momento de la dolorosa Pasión. San José sufrió al ver esta primera Sangre derramada, pero también se llenó de alegría al llevar al niño en sus brazos y poder llamarlo Jesús, nombre que repetirá luego muchas veces, lleno de respeto y amor.

En el momento de la purificación y la presentación en el Templo, un hombre justo, el anciano Simeón, movido por el Espíritu Santo, vino al encuentro de la Sagrada Familia. Tomó al Mesías en sus brazos con inmensa alegría y comenzó a alabar a Dios. Anunció a los padres que el niño sería un signo de contradicción y que una espada atravesaría el corazón de María.

Ella intuyó de inmediato la inmensidad del sacrificio de su Hijo y, por ende, su propio sufrimiento. Un dolor inmenso la invadió al ver a todos aquellos que no querrían participar de las gracias del sacrificio de su Hijo. Esa espada, sin duda, también fue clavada en el corazón de José, en virtud de la unión que lo ligaba a María y a su Hijo. El patriarca tampoco olvidó jamás las palabras que fueron pronunciadas en el Templo.

Pero junto a este dolor estaba la alegría de la profecía de la redención universal: Jesús sería colocado frente a todos los pueblos, sería la luz que se revelaría a los gentiles y la gloria de Israel.

No hay mayor pena que ver la resistencia a la gracia; ninguna alegría se compara con la de ver que la Redención se sigue realizando hoy y que son muchos los que se acercan a Cristo. ¿Acaso no hemos participado en esta alegría cuando uno de nuestros amigos se acercó nuevamente a Dios en el sacramento de la Penitencia o decidió consagrar su vida a Dios sin condiciones?

¡Oh, muy Santa y muy amada Virgen! Ayúdanos a compartir los sufrimientos de Jesús como tú lo hiciste y a sentir en nuestro corazón un profundo horror al pecado, un deseo más intenso de santidad, un amor más generoso hacia Jesús y su cruz, para que, como tú, reparemos con nuestro amor ardiente y lleno de compasión sus inmensos sufrimientos y humillaciones.

San José, nuestro padre y señor, ayúdanos con tu poderosa intercesión a llevar a Jesús a muchas personas que están alejadas de Él. Amén.

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