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Tercer Domingo de San José

By Charbel El Alam, Monje de la Orden Libanesa Maronita Febrero 15, 2025

Los santos suelen ser conocidos por alguna de sus cualidades, aquella virtud en la que se han destacado especialmente y que los convierte en modelos para otros cristianos: San Francisco de Asís, por su pobreza; Santa Rita, por su paciencia en el sufrimiento, etc. San José reúne en sí todas las virtudes, al haber sido escogido como esposo de María y padre putativo de Jesús. Nadie, excepto Jesús, amó tanto a Nuestra Señora; nadie estuvo tan cerca de ella ni la protegió mejor. Nadie entregó su vida al Salvador como lo hizo San José.

La Providencia quiso que Jesús naciera en el seno de una verdadera familia. José no fue un simple protector de María, sino realmente su esposo. Entre los judíos, el matrimonio consistía en dos ceremonias esenciales, separadas por un tiempo: los esponsales y las bodas.

Los primeros no eran una simple promesa de futura unión matrimonial, sino que ya constituían un matrimonio real. El esposo depositaba una garantía en manos de la mujer y luego se pronunciaba una fórmula de bendición. Desde ese momento, la mujer era llamada “esposa de...”. La costumbre fijaba el plazo de un año entre los esponsales y las bodas. En ese intervalo, la Virgen recibió la visita del Ángel, y el Hijo de Dios se encarnó en su seno.

San José, en sueños, tuvo la revelación del misterio divino ocurrido en Nuestra Señora y se le pidió aceptar a María como su esposa: “José, al despertarse del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado: recibió a su esposa en su casa”.

La aceptó en todo el misterio de su maternidad; la aceptó con el Hijo que vendría al mundo por obra del Espíritu Santo, demostrando una disponibilidad de voluntad semejante a la de María para lo que Dios le pedía a través de su mensajero.

La segunda parte, las bodas, eran la consumación del contrato matrimonial y de la donación mutua que ya se había realizado. Según la costumbre, la esposa era conducida a la casa del esposo en medio de grandes celebraciones. A los ojos del mundo, el matrimonio era válido desde los esponsales, y su fruto reconocido como legítimo.

El objeto de la unión matrimonial incluye los derechos que los cónyuges se conceden recíprocamente sobre sus cuerpos con el fin de la generación. Estos derechos existían en la unión de María y José, aunque, de común acuerdo, renunciaron a ejercerlos por inspiración y gracias muy particulares que Dios derramó en sus almas.

La exclusión de estos derechos, según la Ley, habría invalidado el matrimonio, pero la resolución de no usarlos no lo hacía nulo. Todo se desarrolló en un clima de gran delicadeza, que comprendemos bien cuando contemplamos este acontecimiento con un corazón puro. José, casto por la Virgen, la protegió con extrema delicadeza y exquisita ternura.

Santo Tomás de Aquino aporta varias razones por las que convenía un verdadero matrimonio entre María y José: primero, para evitar la deshonra ante los vecinos y parientes al ver que ella iba a tener un hijo; luego, para que Jesús naciera en el seno de una familia y fuera considerado legítimo por quienes desconocían el misterio de su concepción sobrenatural; también, para que Jesús y María encontraran apoyo y ayuda en José; además, para ocultar al diablo la llegada del Mesías; y, finalmente, para que en la Virgen se honraran tanto el matrimonio como la virginidad.

Nuestra Señora amó a José con un amor intenso y purísimo de esposa. Ella, que lo conoció profundamente, desea que busquemos en él apoyo y fortaleza. Los esposos tienen en María y José el ejemplo perfecto de lo que deben ser el amor y la delicadeza mutua.

Aquellos que han dado a Dios todo el amor de un corazón indiviso, en un celibato apostólico o en la virginidad vivida en medio del mundo, también encuentran en ellos su modelo perfecto, pues el matrimonio y la virginidad son dos formas de expresar y vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo.

José y María se casaron en Nazaret, y allí tuvo lugar el inefable misterio de la Encarnación del Verbo de Dios. Al casarse con un hombre como José, la Virgen se ponía a salvo de constantes solicitudes y aseguraba su tranquilidad.

José y María se dejaron guiar en todo por las mociones e inspiraciones divinas. Dios condujo muy de cerca este afecto humano entre María y José y lo alentó con su gracia para que diera lugar a un compromiso.

Al saber que el hijo que ella esperaba era fruto del Espíritu Santo, que sería la Madre del Salvador, José la amó más que nunca, no como un hermano, sino con un amor conyugal puro, tan profundo que hizo innecesaria toda relación carnal; tan delicado que lo convirtió no solo en testigo de la pureza virginal de María -virgen antes, durante y después del parto, como enseña la Iglesia-, sino también en su guardián. Dios Padre preparó minuciosamente la familia en la que nacería su Hijo Único.

No es del todo seguro que José fuera mucho mayor que la Virgen, como a veces se le representa en las pinturas, con la buena intención de destacar la virginidad perpetua de María. San José era joven, de corazón y de cuerpo cuando se casó con María, cuando conoció el misterio de su maternidad divina y vivió cerca de ella, respetando la integridad que Dios quiso legar al mundo como un signo más de su venida entre las criaturas.

En varias ocasiones, el Evangelio llama a San José padre. Este era sin duda el nombre que Jesús usaba habitualmente en la intimidad del hogar de Nazaret para dirigirse al Santo Patriarca. Jesús fue considerado por quienes lo conocían como hijo de José. Este último ejerció el oficio de padre en la Sagrada Familia: en la elección del nombre de Jesús, en la huida a Egipto, al elegir el lugar de residencia a su regreso… Y Jesús obedecía a José como a un padre: “Bajó con ellos a Nazaret y vivía sujeto a ellos”, constata la Palabra de Dios.

Jesús fue concebido milagrosamente por obra del Espíritu Santo y nació virginalmente para María y para José, según la voluntad divina. Dios quiso que Jesús naciera en una familia y estuviera sometido a un padre y a una madre que lo cuidaran. San José tuvo hacia Jesús verdaderos sentimientos de padre; la gracia influyó en su corazón bien dispuesto, encendiendo un amor ardiente hacia el Hijo de Dios, mayor que si se hubiera tratado de un hijo natural.

José cuidó de Jesús amándolo como a un hijo y adorándolo como a su Dios. Y el espectáculo constante de un Dios que daba al mundo su amor infinito fue un estímulo para amarlo más y entregarse cada vez más, con una generosidad sin límites.

Amaba a Jesús como si realmente lo hubiera engendrado, como un don misterioso de Dios concedido a su pobre vida humana. Le consagró sin reserva sus fuerzas, su tiempo, sus inquietudes, preocupaciones y cuidados. No esperaba otra recompensa que vivir cada vez mejor ese don de su vida. Su amor era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y ferviente, emotivo, valiente y tierno.

Podemos imaginárnoslo tomando al Niño en sus brazos, arrullándolo con canciones, meciendo su cuna para que se durmiera, fabricándole pequeños juguetes, jugando con él como hacen los buenos padres, prodigándole caricias que eran a la vez adoraciones y muestras del más dulce afecto.

San José vivió constantemente asombrado de que el Hijo de Dios hubiera querido ser su hijo. Por eso, debemos pedirle que sepamos amarlo y tratarlo como él lo hizo.

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