José era un hombre ordinario en quien Dios confió para realizar cosas extraordinarias. El conocimiento de su misión, la inmensidad de la gracia recibida y su gratuidad confirmaron su humildad. Su vida fue siempre un canto de gratitud a Dios y de admiración por la misión recibida. Esto mismo espera el Señor de nosotros: que contemplemos todos los acontecimientos a la luz de nuestra propia vocación, la vivamos en plenitud, nos admiremos ante tantos dones divinos y agradezcamos al Señor su bondad al llamarnos a trabajar en su viña.
José no dudó de las promesas de Dios. Su fortaleza residió en una fe arraigada con la que dio gloria a Dios. A pesar de la oscuridad del misterio, permaneció firme, precisamente porque era humilde. La palabra de Dios, transmitida por el ángel, aclaró el misterio de la concepción virginal del Salvador, y José creyó con un corazón sencillo.
Pero la duda no tardó en regresar: José era pobre y dependía de su trabajo cuando recibió la revelación sobre la maternidad divina de María; y era aún más pobre cuando nació Jesús. No pudo ofrecer ni un lugar digno para el nacimiento del Hijo del Altísimo, ya que no fueron recibidos en ninguna posada de Belén. José sabía que este Niño era el Señor, Creador del cielo y la tierra. Más tarde, su fe sería puesta a prueba nuevamente con la huida a Egipto. En sus brazos, el Dios Todopoderoso huía de Herodes.
¡Cuántas veces debemos reafirmar nuestra fe ante hechos que muestran cuán diferente es la lógica de Dios de la lógica de los hombres! San José supo ver a Dios en cada acontecimiento, y para ello necesitó una gran santidad, fruto de su respuesta constante a las gracias recibidas.
La esperanza de José se manifestó en su deseo creciente de la llegada del Salvador, que sería confiado a sus cuidados. Más tarde, esta virtud se ejercitó en los primeros días de Jesús Niño, al verlo crecer junto a él, quizá preguntándose con frecuencia cuándo se manifestaría al mundo como el Mesías. Su amor por Jesús y María, alimentado por la fe y la esperanza, crecía día a día. Nadie los amó tanto como él. Nadie veló tanto por ellos como él. Este amor, sin duda, se reflejaba en su vida cotidiana: en su forma de trabajar, en su trato con vecinos, clientes y familiares.
La gracia permite que cada hombre alcance su plenitud según el plan de Dios; no solo sana las heridas de la naturaleza humana, sino que la perfecciona. Los innumerables dones que San José recibió para cumplir su misión y su perfecta respuesta lo convirtieron en un hombre lleno de virtudes humanas y sobrenaturales.
Su justicia y santidad ante Dios se reflejaban en su rectitud ante los hombres. San José era un hombre bueno, en toda la plenitud de la palabra: alguien en quien los demás podían confiar; leal con sus amigos y clientes, honesto y concienzudo en sus tareas.
La vida de San José estuvo llena de trabajo, en Belén, Egipto y Nazaret. Todos lo conocían por su dedicación y espíritu de servicio, fundamentales para formar un carácter fuerte, que le permitió seguir con prontitud los planes de Dios y soportar con valentía las pruebas.
Era un hombre amable en su trato, atento a las necesidades de los demás, cordial y alegre. El Evangelio no conserva ninguna de sus palabras, pero nos describe sus acciones, que reflejan su santidad y su amor, que deberían ser el espejo donde nos miramos quienes estamos llamados a santificar nuestra vida ordinaria como él.
Como decía San Pablo VI en una alocución del 19 de marzo de 1969: “San José es modelo de los humildes, que el cristianismo eleva a grandes destinos. San José es prueba de que, para ser buenos y auténticos discípulos de Cristo, no se necesitan grandes cosas, sino virtudes comunes, humanas, simples, pero verdaderas”.