Con este artículo es mi deseo iluminar, a la luz de las Escrituras, a cualquiera que se encuentre transitando por un valle de sombras o que esté sintiendo una carga abrumadora. Leyendo el Antiguo Testamento, reconocemos figuras como Moisés: “No puedo cargar yo solo con todo este pueblo: es demasiado pesado para mí. Si vas a tratarme así, mátame, por favor, si he hallado gracia a tus ojos, para que no vea más mi desventura” (Números 11, 14-15) y en las que saltaba a la vista una melancolía absoluta y un desconsuelo, David en el Salmo 38, 5: “Mis culpas sobrepasan mi cabeza, como un peso harto grave para mí”. Era también una situación real de los profetas, quienes experimentaban la miseria humana por el sufrimiento o la frustración. De Elías el Sirácida dice: “Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha” (Si 48, 1). Y a pesar de quién era sufrió y reclamó al Señor: “El caminó por el desierto una jornada de camino, y fue a sentarse bajo una retama. Se deseó la muerte y dijo: “¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!” grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cf. 1 R 19, 1-4). De igual manera, el libro de Job narra las innumerables calamidades de un varón, las cuales incluyeron pérdidas de seres amados y bienes materiales, aunado a la falta de respuestas ante la adversidad. Similarmente, en época más modernas, San Juan de la Cruz, reconocido Doctor de la Iglesia, describió su crisis espiritual como el viaje hacia la unión con Dios en su célebre poema titulado, precisamente, “La noche oscura del alma” (siglo XVI). San Ignacio de Loyola la definió como “desolación”: un estado de profunda inquietud, inseguridad respecto a sí mismo y dudas atemorizantes en perseverar.
Y al descubrir que ni la vocación a la vida religiosa libra a un cristiano de la prueba espiritual, entonces es pertinente preguntarnos: ¿De qué manera lograron salir adelante? La respuesta realza dos palabras claves: la esperanza y la paciencia.
La esperanza: A este don hay que prestarle una atención particular, sobre todo en nuestro tiempo, en el que muchos hombres, y no pocos cristianos, se debaten entre la ilusión y el mito de una capacidad infinita de auto-redención y de realización de sí mismos, y la tentación del pesimismo al sufrir frecuentes decepciones y derrotas. El Catecismo de la Iglesia dice: “La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre (…) protege del desaliento, sostiene en todo desfallecimiento, dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna” CIC 1818.
La paciencia: “Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor” (St 5, 7). Me parece muy importante, en nuestros días, subrayar el valor de la paciencia, virtud que pertenecía al bagaje normal de nuestros padres, pero que hoy es menos popular en un mundo que, más bien, exalta el cambio y la capacidad de adaptarse a situaciones siempre nuevas y distintas. Pero ese esperar debe ser, sin duda, en el Señor, pues Él es quien nos saca de la confusión en que estemos y nos lleva a un sitio seguro. “En el Señor puse toda mi esperanza, él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor. Me sacó de la fosa fatal, del fango cenagoso; asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis pasos. Puso en mi boca un canto nuevo, una alabanza a nuestro Dios; muchos verán y temerán, y en Yahveh tendrán confianza”. (Salmo 40, 2-4)
Y de nuevo, nos cuestionamos: ¿Y cómo ejercitar dichas virtudes? A ese propósito, san Francisco de Sales tiene un consejo revelador para quien sufre esa prueba: “Refrésquese con música espiritual, que muchas veces ha provocado al demonio a cesar sus artimañas, como en el caso de Saúl, cuyo espíritu maligno se apartó de él cuando David tocó su arpa delante del rey. También es útil trabajar activamente, y con toda la variedad posible, para desviar la mente de la causa de su tristeza”.
Personalmente, cuando me siento apesadumbrado o bajo una carga agobiante y pesada, me aferro a mi Rosario y empiezo a rezar en silencio frente al Santísimo -Prisionero Eucarístico-, y es la Virgen María quien viene en mi auxilio e ilumina mi camino, pues Ella “Madre de la Estrella que no se oculta nunca”, entrega mi situación a Jesús a través de Sus benditas manos. Él toma el control de cualquier situación, y yo entonces quedo en paz, sabiendo que para Él nada es imposible, y todo es posible para los que creen.
En conclusión, la depresión puede ser un gran desafío espiritual o una excelente oportunidad de crecimiento. “¿No te he mandado que seas valiente y firme? No tengas miedo ni te acobardes, porque el Señor tu Dios estará contigo dondequiera que vayas.” (Josué 1, 9)
San Juan Pablo II nos legó este inestimable consejo: “¡Dejad que Cristo habite en vuestro corazón! ¡Confiadle vuestra prueba! Os ayudará a llevarla. Y “en presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más grande”. Benedicto XVI, Ángelus, 07 de marzo, 2010.