Las multitudes que lo ovacionaban, con frecuencia solamente recibían de él una mirada fija desde un rostro inexpresivo.
El miércoles de ceniza de 2013, Benedicto XVI celebró su última misa como papa ya que, a los ochenta y cinco años, había decidido retirarse, no solamente del papado, sino del mundo y vivir el tiempo que le quedara en un monasterio dedicado a la oración y al estudio.
Por tratarse de su última celebración solemne como papa, tras la homilía, los asistentes rompieron en un prolongado aplauso cuyo sonido aumentaba en intensidad a cada segundo. Las cámaras de televisión se enfocaron en el rostro del papa para capturar alguna reacción, una sonrisa, un gesto, tal vez una lágrima. Pero en el rostro del papa no había ninguna expresión. Era un rostro totalmente neutro. El aplauso no lo sorprendió, ni lo alegró, ni lo halagó, ni tampoco lo molestó ni le incomodó. Los cardenales, los acólitos y hasta los guardias, tragaban grueso y tenían ojos brillantes; los más entusiastas de las bancas gritaban vivas, la intensidad del aplauso crecía como una lluvia que arrecia, pero el rostro del papa seguía inmutable, inexpresivo. Lo cual, pensándolo un poco, es explicable. A un hombre de su edad, de su cultura, de su inteligencia, de su espiritualidad y de su experiencia ¿qué va a importarle un aplauso?
Por su fe y su inteligencia, por la altura de su alma y de su mente, Benedicto estuvo siempre muy por encima de los aplausos y de las críticas. Se llamaba a sí mismo "un humilde trabajador en la viña del Señor" y siempre tuvo claro que la atención no debía estar concentrada en él, sino en el mensaje del cual él era solamente el portador.
En su última aparición como papa fue ovacionado, pero cuando parecía que el aplauso no iba a terminar nunca, el papa Benedicto lo hizo callar en un segundo. Se acercó al micrófono y dijo: “Gracias. Continuemos con la Misa”.