Cristo ha llevado el peso de esa tensión y la ha resuelto como reconciliación, como realización de la comunión de Dios hacia los hombres y ocasión de éstos de entrar en unidad (comunión) con Él. Es el restablecimiento del vínculo que genera la vida y disipa la muerte. A esta fuerza de amor que vence al odio, a la venganza, al miedo, al pecado y a la muerte, la podemos identificar como la “exousía” de Jesucristo.
Por su expresa voluntad de continuar dando su vida, sin repetir su muerte, ha prometido su personal presencia y -por ella- declarado sacramento el memorial de ese acto redentor, vale decir, la Eucaristía (que de parte nuestra es acción de gratitud por tal amor). De manera tal que dicha exousía continúe derramando vida y redención para cada hombre y cada mujer que le acepten. Y para llevar adelante tal ministerio, tal oficio, tal misión, ha asociado de entre los discípulos a algunos que siendo llamados personalmente garanticen y realicen cargar sobre sí el peso del cotidiano drama que cada ser humano, específicamente, cada creyente y cada bautizado vive en el combate de acoger o rechazar donar su propia vida en el amor al prójimo y a los enemigos también. Ministros pues que, por participación en el único sacerdocio de Cristo, pastorean personas concretas en momentos claves de cambio de vías o de mantenimiento en el vínculo fundamental con el Dios viviente.
Lo digo con sencillez: discípulos cuyo oficio es el de actualizar la redención en el aquí y en el ahora decisivos para sí y para los demás discípulos, para que conserven, fortalezcan o retomen el vínculo de amor con el Padre de Jesucristo.
Se trata del origen y sentido del sacerdocio ministerial. Es el ministerio ordinario para generar, restaurar y servir a la comunión Dios y hombres y éstos entre sí. Tiene un contundente carácter operativo pero su origen no es meramente funcional. Rechazo así la tesis difundida en un pequeño círculo europeo de que los males de la Iglesia están en la “sacerdotalización” de la misma.
La desviación en la correcta comprensión de este y cualquier otro carisma o ministerio, es fruto de otras causales: la debilidad y la concupiscencia que buscan compensaciones en los ídolos como el poder o el dinero.
De este modo, el origen del clericalismo no está en la sacerdotalización de la Iglesia sino en la errónea reducción que justifica el ministerio ordenado en la entrega del cáliz y la patena como signo de un poder que coloca por encima de la dignidad bautismal a los presbíteros.
Lo adecuado es comprender que la ordenación hace participar de la “exousía” cuya lógica de realización es la kénosis o “humildización” de ser incluso “el que pague los platos rotos” con tal de mantener, en el drama de historia humana, ese signo de comunión y unidad que ha de ser la fraternidad llamada Iglesia. Por eso, le es propio al ministro ordinario de tal comunión confeccionar los sacramentos. Bastaría con la recuperación de este sentido (conversión) para la resolución del inadmisible clericalismo y no la mera transferencia de un poder a modo de autoritarismo.
La sinodalidad auténtica, según pienso, reclama la sensatez de la dinámica evangélica de la comunidad eclesial.