El informe Percepción de la Población Costarricense sobre Valores y Prácticas Religiosas 2024, publicado por la Universidad Nacional, no es una sorpresa. Más bien, es un espejo en el que la Iglesia Católica en Costa Rica se niega a mirarse.
Hoy, apenas el 49,8% de los costarricenses se identifican como católicos, mientras que el 30,8% pertenecen a iglesias evangélicas. Más preocupante aún: solo el 35% de los jóvenes entre 18 y 24 años siguen en la Iglesia. Los demás se han ido, y la pregunta es inevitable: ¿qué hicimos para espantarlos?
Y no, no es culpa del “sesgo” del informe. Ese es el refugio cómodo de quienes prefieren negar la realidad en lugar de afrontarla. Mientras nos entretenemos en disputas institucionales, la Iglesia sigue perdiendo fieles.
La Iglesia Católica en Costa Rica parece estar desconectada. Como si estuviera en “modo avión”: con la apariencia de estar activa, pero sin recibir ni enviar señales. Lo que por definición es un cuerpo vivo, vibrante y misionero, hoy parece un sistema burocrático agotado, más preocupado por su propia estructura que por el anuncio del Evangelio.
Los programas pastorales son más de lo mismo: reciclaje de esquemas que dejaron de funcionar hace décadas. No hay creatividad, no hay audacia, no hay ganas de incomodar. Y lo peor: no hay escucha.
“Hoy por la mañana me despertó una sirena y tuvimos que correr a un refugio”, cuenta Jovel Álvarez, misionero laico costarricense, presente en Haifa, al norte de Israel. Sin embargo, inmediatamente, aclara que la situación que él vive, aunque tensa, no se compara con el sufrimiento de los habitantes de Gaza y del Líbano.