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Viernes, 13 Junio 2025

¡Señor y dador de vida!

By Junio 08, 2025

Entre abril de 1989 y julio de 1991, el Papa San Juan Pablo II dedicó nada menos que 82 catequesis de los miércoles al Espíritu Santo. Se trató de la tercera parte de sus catequesis sobre el Credo, siguiendo a las dedicadas a Jesucristo y precediendo a las de la Iglesia.

Al celebrar este domingo la Solemnidad de Pentecostés, cierre del tiempo pascual, es oportuno recuperar esta riqueza doctrinal, particularmente deteniéndonos en su enseñanza sobre los orígenes de esta celebración dedicada al Espíritu Divino.

Explica el Papa que, según la tradición religiosa de Israel, Pentecostés era originariamente la fiesta de la siega. “La fiesta de la siega, de las primicias de tus trabajos, de lo que hayas sembrado en el campo” (Ex 23, 16) se llamaba en griego Pentecostés, puesto que se celebraba 50 días después de la fiesta de Pascua.

Solía también llamarse fiesta de las semanas, por el hecho de que caía siete semanas después de la fiesta de Pascua. Luego se celebraba por separado la fiesta de la cosecha, hacia el fin del año (cf. Ex 23, 16; 34, 22).

Los libros de la Ley contenían prescripciones detalladas acerca de la celebración de Pentecostés (cf. Lv 23, 15 ss.; Nm 28, 26-31), que a continuación se transformó también en la fiesta de la renovación de la Alianza (cf. 2 Co 15, 10-13).

De esta forma, la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles y sobre la primera comunidad de los discípulos de Cristo que en el Cenáculo “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu” en compañía de María, la madre de Jesús (cf. Hch 1, 14), hace referencia al significado que el Antiguo Testamento da a Pentecostés. La fiesta de la siega se convierte en la fiesta de la nueva “mies” que es obra del Espíritu Santo: la mies en el Espíritu.

Esta mies, insiste el Papa Wojtyla en su catequesis, es el fruto de la siembra de Cristo-Sembrador: Recordemos las palabras de Jesús que nos refiere el Evangelio de Juan: “Pues bien, yo os digo: alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega” (Jn 4, 35). Jesús daba a entender que los Apóstoles recogerían ya tras su muerte la mies de esta siembra: “Uno es el sembrador y otro el segador: yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga” (Jn 4, 37-38).

Desde el día de Pentecostés, por obra del Espíritu Santo, los Apóstoles se transformarán en segadores de la siembra de Cristo. “El segador recibe el salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador” (Jn 4, 36).

Y, en verdad, ya el día de Pentecostés, tras el primer discurso de Pedro, la mies se manifiesta abundante porque se convirtieron “cerca de tres mil personas” (Hch 2, 41) de forma que eso constituyó motivo de una alegría común: la alegría de los apóstoles y de su Maestro, el divino Sembrador.

 

El nacimiento de la Iglesia

 

El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo.

Así lo explica el Papa más adelante en su ciclo de catequesis, insistiendo en el vínculo que existe entre el misterio pascual y Pentecostés: “Como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre, y derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre” (Lumen gentium, 5).

Esto se realizó en conformidad con los anuncios dados por Jesús en el Cenáculo antes de su pasión, y renovados antes de su partida definitiva de esta tierra para volver al Padre: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén... y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).

Este hecho es culminante y decisivo para la existencia de la Iglesia. Cristo la anunció, la instituyó, y luego definitivamente la “engendró” en la cruz mediante su muerte redentora. Sin embargo, la existencia de la Iglesia se hizo patente el día de Pentecostés, cuando vino el Espíritu Santo y los Apóstoles comenzaron a “dar testimonio” del misterio pascual de Cristo. Podemos hablar, concluye el Papa, de este hecho como de un nacimiento de la Iglesia, como hablamos del nacimiento de un hombre en el momento que sale del seno de la madre y “se manifiesta” al mundo.

En su Encíclica Dominum et Vivificantem el propio Papa Juan Pablo II escribió: “La era de la Iglesia empezó con la ‘venida’, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor. Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los Apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia...” 

El Espíritu Santo asumió entonces la guía invisible -pero en cierto modo ‘perceptible’- de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores” (n. 25).

 

“Descendiendo sobre los Apóstoles reunidos en torno a María, Madre de Cristo, el Espíritu Santo los transforma y los une, “colmándolos” con la plenitud de la vida divina. Ellos se hacen “uno”: una comunidad apostólica, lista para dar testimonio de Cristo crucificado y resucitado. Esta es la “nueva creación” surgida de la cruz y vivificada por el Espíritu Santo, el cual, el día de Pentecostés, la pone en marcha en la historia”.

Papa Juan Pablo II

Catequesis, 30 de agosto de 1989.

Laura Ávila Chacón

Periodista, especializada en fotoperiodismo y comunicación de masas, trabaja en el Eco Católico desde el año 2007.

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