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Viernes, 01 Noviembre 2024
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Sufrieron dificultades económicas, padecieron la enfermedad, vivieron el duelo… Pero se mantuvieron unidos y, sobre todo, pusieron a Dios en el centro. Se trata del matrimonio de San Luis Martin y Santa Celia Guérin, un matrimonio como cualquier otro, con sus dificultades y pruebas, pero donde abundaba la fe.

Recientemente, ambos fueron declarados patronos de los laicos en Costa Rica. Precisamente, se escogió  como Día Nacional del Laico el 12 de julio, Festividad de San Luis Martin y Santa Celia Guérin.

Él, un relojero y joyero; ella, una costurera y emprendedora. Nacieron en Francia en el Siglo XIX. Son conocidos por ser los padres de Santa Teresa de Lisieux, quien decía: “Dios me ha dado un padre y una madre más dignos del cielo que de la tierra”.

En su juventud, ambos quisieron optar por la vida religiosa, pero Dios tenía otros planes para ellos. Cuando se conocieron fue, por así decirlo, “amor a primera vista”.

Celia vio a un joven guapo de finos modales y de inmediato una voz en su interior le dijo que ese era el hombre indicado. Tres meses después de aquel primer encuentro decidieron contraer matrimonio, la ceremonia ocurrió el 13 de julio de 1858.

A pesar de eso, se casaron a una edad muy madura para la época, él tenía 35 años y ella 27. Tuvieron nueve hijos, pero cuatro fallecieron y las otras cinco eligieron la vida religiosa.

Era una familia santa. Una de sus hijas, Marie dijo una vez: “con papá y mamá nos parecía estar en el cielo”. También era un matrimonio que podía tener sus discusiones y diferencias, como cualquier otro, pero nada los separaba.

Las dificultades fueron muchas y muy duras, eran tiempos de crisis económica en Francia. Aun en medio de sus limitaciones, compartían lo que tenían con los más necesitados.  “Su casa no fue una isla feliz en medio de la miseria, sino un espacio de acogida, comenzando por sus obreros”, señala su biografía.

Tuvieron que enfrentar la enfermedad, primero fue el tumor de Celia y luego el deterioro de la salud de Luis. El último gesto que vio santa Teresa del Niño Jesús de su padre, en la última visita que le pudo hacer, ya anciano y enfermo, fue su dedo que indicaba al cielo, como si quisiera recordar a sus hijas todo lo que su esposa y él les habían intentado inculcar desde niñas, según menciona un artículo de Alfa y Omega.

Martín de Porres nació en Lima, Perú, el 9 de diciembre de 1579. Fue hijo de Juan de Porres, caballero español de la Orden de Calatrava, y Ana Velázquez, negra libre panameña. A los doce años empezó a aprender los oficios de peluquero, asistente de dentista y medicina natural.

Más tarde, llegó a ser cirujano. La casa de Martín se llenó de mendigos y personas que no tenían la capacidad económica, pues eran atendidos gratuitamente y con mucho esmero por el famoso barbero y cirujano de Lima.

Martín decide entrar al convento de Nuestra Señora del Rosario en Lima.  Sin embargo, debido a su condición de mulato, ingresa a la comunidad como “donado”. En el convento se le confió el oficio de la limpieza; su escoba fue, con la cruz, la gran compañera de su vida. De ahí que fuera popularmente conocido como Fray Escoba.

El 2 de junio de 1603, hizo su profesión religiosa y fue hermano cooperador. Martín se destacaba por el cuidado que brindaba a los enfermos. A todos amaba y curaba sin distingo de su procedencia étnica (indígenas, españoles y negros). Por sus cuidados pasaban todos los sectores de la sociedad limeña. Fue un verdadero ejemplo de unidad en una sociedad fracturada por diversos conflictos. 

Memoria: 21 de junio. 

San Luis Gonzaga, nacido en Castiglione, Italia, en 1568, fue de niño, de joven y hasta su muerte, un hombre de retos. El primer reto que se impuso fue el de decir y hacer sólo lo que sirviera realmente para el progreso y el perfeccionamiento de la humanidad. No quería imponer a nadie sus ideas, pero las pregonaba como caminos que en la práctica podrían hacer a hombres y mujeres superiores.

Otra cosa que se preguntaba era: “¿De qué sirve esto para la eternidad?”. Y si su examen racional de las cosas concluía que algo no servía para la humanidad, ni para la eternidad, simplemente no lo hacía, ni lo decía. Así que por eso en materia de educar a los jóvenes para ser verdaderos imitadores de Cristo fue puntual y competente.

Otra cosa que Luis Gonzaga prometió ante una imagen de la Virgen María, en Florencia, fue la de mantenerse casto. Proclamó su voto de pureza como permanente oración para que los disparates y corrupciones de la juventud, se transformaran en contención y vida familiar con Dios y para Dios. Tuvo que hacer muchos sacrificios para poder mantenerse siempre puro y por eso la Iglesia Católica le ha nombrado Patrono de los jóvenes que quieren conservar la pureza.

Su director espiritual fue el gran sabio jesuita San Roberto Belarmino que le aconsejó tres medios para llegar a ser santo: confesión y frecuente comunión, mucha devoción a María y leer vidas de santos.

El Padre de Luis, observando la entrega de su hijo a la oración, lo llevaba a fiestas en palacios y casas de juego para que compartiera con la alta sociedad, pero el joven se mantenía en corrección absoluta y solicitando al papá permiso para hacerse religioso.

Las negativas del padre fueron constantes hasta que muchos meses después de la primera petitoria, por razones que la historia jamás ha explicado, el Marqués de Gonzaga le autorizó a ingresar en un seminario jesuita.

En 1581, feliz en su carrera hacia el sacerdocio, se dedicó a auxiliar a los enfermos de una plaga de “tifo negro”. Trataba de aliviar tanto dolor y tanta miseria. En una ocasión encontró a un enfermo casi agonizando tirado en la calle. Lo levantó como pudo, se lo echó al hombro y a pie lo llevó al Hospital para que lo atendieran. Pero se le contagió el tifo y Luis murió el 21 de junio de 1591 a la edad de sólo 23 años.

Pertenecía a una familia adinerada que le transmitió la fe cristiana. Quedó huérfano muy joven y heredó una importante riqueza, la cual él prefirió utilizarla en beneficio de los más pobres, enfermos y necesitados.

La cultura popular representa a Santa Claus como un viejillo gordo y bonachón, con una larga barba que viste de rojo y usa un curioso gorro puntiagudo. Una imagen desarrollada por la tradición y especialmente por la publicidad comercial.

No obstante, originalmente, la figura remite a San Nicolás (en alemán Sankt Niklaus y en neerlandés Sinteklaas, que con el tiempo derivó en Santa Claus), un obispo nacido en el siglo III D.C, en Turquía (valga decir, bastante lejos del Polo Norte). Por los retratos que existen de él, se puede intuir que no tenía una gran barriga, aunque sí una larga barba blanca.

Pertenecía a una familia adinerada que le transmitió la fe cristiana. Quedó huérfano muy joven y heredó una importante riqueza, la cual él prefirió utilizarla en beneficio de los más pobres, enfermos y necesitados. La fama de su bondad se extendió y rápidamente comenzaron a surgir historias en torno a él que mezclaron realidad con fantasía.

Fue elegido obispo de Mira. Según cuenta una curiosa leyenda, los sacerdotes y obispos discutían sobre quién debería ocupar el cargo de obispo de ese territorio, acordaron que escogerían al primero que entrara al templo, de repente entró San Nicolás, quien desconcertado miraba cómo todos se levantaban para aplaudirle.

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