“Monseñor, a una persona como yo, cristiano católico, antes se le denominaba: “laico comprometido”. Esta referencia hace comprender que mis años se cuentan ya en varias decenas. Lo digo para justificar de algún modo mi pregunta que, a la vez, expresa una inquietud. Casi estaba acostumbrado a oír en los sermones de hace unos años y leer en publicaciones de Iglesia, la expresión “opción preferencial por los pobres”, como afirmación de nuestros Pastores… Ya no la oigo tanto como antes y, sin embargo, también por la situación en que nos encontramos, veo que hay que volver a ella y repetirla para despertar nuestra conciencia siempre tentada por los más cómodo y por actitudes de abierto egoísmo. No es suficiente declararse cristiano católico para no caer en esa tentación. Sin duda, Monseñor, que me van a ayudar algunas reflexiones suyas”.
Jaime Rodríguez C. - San José
Estimado don Jaime, le agradezco su breve escrito, tan lleno de respeto y de sincera preocupación por nuestros hermanos, los más desfavorecidos.
Hay que reconocer que aquella afortunada expresión, “opción preferencial por los pobres”, como opción asumida por la Iglesia en América Latina, ha sido “lanzada” en la II Asamblea General del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) celebrada en Medellín de Colombia, en 1968. Allá nuestra Iglesia, por la voz de sus Pastores, decidió asumir la pobreza con todas sus consecuencias y a los pobres en todas sus circunstancias, como tema y compromiso de su misión evangelizadora. Como lo han dicho y lo han escrito varios observadores: nuestra Iglesia decidió ponerse al lado de los pobres, de parte suya, haciendo causa común con ellos.
En la III Asamblea General del CELAM, celebrada en Puebla de México, en 1979, se confirmó la “opción preferencial por los pobres”, a la vez que se insistió en que tal opción era ante todo evangélica, no política ni partidista, porque ella surge y se alimenta particularmente del relato que Cristo nos da a todos acerca del juicio final: “tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; anduve peregrino y me acogieron; estaba desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y vinieron a verme” (Mt 25, 31-36). ¡Son pues, los pobres, con quienes Cristo se identifica, los que nos abrirán la puerta del Cielo!
Mientras escribo este texto evangélico bien conocido, voy recordando lo que nos dijo el Papa Emérito Benedicto XVI, inaugurando la V Asamblea General del CELAM, que tuvo lugar en Aparecida, Brasil, en el 2007: “Los pueblos latinoamericanos y caribeños tienen derecho a una vida plena, propia de los hijos de Dios, con unas condiciones más humanas, libres de las amenazas del hombre y de toda forma de violencia”. Y continuó citándonos la afirmación de San Pablo VI en su encíclica de 1967, la Populorum Progressio (Progreso de los Pueblos), en que escribió: “urge pasar de la miseria a la posesión de lo necesario, a la adquisición de la cultura […], a la cooperación en el bien común… hasta el reconocimiento, por parte de los hombres, de los valores supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin” (21).
Hay que comprometerse, con valentía e imponiéndonos a toda inclinación egoísta hacia los propios intereses, en el empeño para “la promoción de todo el hombre y de todos los hombres” (S. Pablo VI).
Es verdad que, como lo afirma el Apóstol Santiago en su carta, “en Dios no hay acepción de personas” (cf St. 2, 9). Él nos ama a todos con un amor incondicional, sin límites e igual para todos. Ahora bien, si nos urge la “opción preferencial por los pobres” no es en absoluto por una acepción de personas, sino, que es precisamente por el deber de evitar “injustas preferencias”. De no hacerlo, cooperaríamos en la indebida exclusión de los pobres. Hay que reconocerles y devolverles la dignidad que la pobreza injusta, y con demasiada frecuencia causada o aumentada “por los que más tienen”, les va despojando.
Podemos expresar esta verdad y urgencia de distintas formas y con variedad de afirmaciones, pero el hecho queda idéntico: hay que subrayar la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. A esto nos invita a todos el documento de Aparecida: “hay que suprimir las graves desigualdades sociales y las enormes diferencias en el acceso a los bienes” (358).
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