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¿Cómo agradar a Dios para alcanzar la paz?

By Mons. Vittorino Girardi S. Junio 28, 2021

“Monseñor, soy una joven que se está preparando para el sacramento de la Confirmación y nuestra catequista, que le conoce a usted, nos ha comunicado que podemos presentarle nuestras dudas e inquietudes. Con frecuencia brotan en mí, con preferencia entre otras, estas dos preguntas: ¿Cómo agradar a Dios? y  ¿Cómo lograr la paz? De antemano, Monseñor, le agradezco la luz que usted quiera darme y le pido su bendición”. 

Ana Lucía Matarrita L. - Liberia

 

Estimada Ana Lucía, las suyas son dos preguntas que se hallan en muy estrecha conexión ya que para todos es fácil constatar que logramos la paz con nosotros mismos, precisamente cuanto más agradamos a Dios. ¡Lo realmente importante es agradar a Dios!

Para comprenderlo hay que tener muy en cuenta lo que leemos en el primer libro de la Sagrada Escritura, el Génesis, en el primer capítulo y en el versículo 26. Ahí leemos: “y dijo Dios hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Esa bellísima, sorprendente, afirmación de Dios, nos revela nuestra dignidad y sabemos que esa semejanza se expresa de varios modos, como, por ejemplo, en que somos seres dotados de inteligencia, de libertad, capaces de relacionarnos en el servicio y en el amor hacia los demás, y en definitiva, de ser responsables de nuestros actos.

En esto nos distinguimos de cualquier otro ser en la naturaleza, es decir, de las plantas, de los animales, de todos los otros seres. Ellos ejecutan un proyecto que llevan dentro de sí y ya determinado, ya programado, sin que ellos estén conscientes de tal programación. En una sola palabra, ellos no tienen conciencia, que es el núcleo más íntimo de cada uno de nosotros.

Al respecto, es muy iluminador lo que nos dijeron los Padres del Concilio Vaticano II, en un documento de gran importancia, que trata de la Iglesia en el mundo de hoy y que lleva el título de Alegría y Esperanza (Gaudium et spes). En su número 16 leemos: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios es su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el Sagrario del hombre, en el que éste (el hombre) se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella (la conciencia). Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor a Dios y al prójimo”.

Como puede constatar usted misma estimada Ana Lucía, le vamos agradando a Dios cuanto más nos esforzamos en seguir la voz de nuestra conciencia que, en práctica, corresponde a la voz de Dios que nos resuena por medio de ella.

Sin embargo, la experiencia nos enseña que para escuchar y ser fieles a la voz de la conciencia, necesitamos -como lo repite nuestro Papa Francisco, particularmente cuando se dirige a los jóvenes- “entrarle en el combate” en contra de nuestras malas inclinaciones, de posible en contra de posibles malos hábitos... Todos tenemos el riesgo de ir “acallando” la voz de nuestra conciencia, que se va así oscureciendo cuanto más nos dejamos invadir por el pecado en sus nefastas manifestaciones. Lo más doloroso y trágico en la vida de un joven (y no solo para los jóvenes), es cuando ya ha perdido -por la repetición del pecado- la clara noción del del bien, llegando inclusive a llamar bien al mal y mal bien.

Es aquí, mi estimada Ana Lucía, que se inserta su segunda pregunta. Cuando obramos el bien, la conciencia nos resuena dentro, con una sana e íntima experiencia de paz y de conformidad con nosotros mismos. Cuando no atendemos a su voz y nos dejamos llevar por la tentación o por malos impulsos, como son los de la pereza, ira, venganza, sensualidad, envidia… experimentamos “remordimiento”, es decir,  la insistente mordedura que nos quita la paz e introduce la tristeza, el aislamiento, el sentido de inferioridad, el disgusto.

Es por eso que Jesús nos repite hoy como lo repetía a sus discípulos “mi paz les dejo, mi paz les doy, no como la da el mundo”. El “mundo” puede ofrecer alguna gota de placer, pero nunca esa paz que sólo el seguir a Jesús escuchando la voz de nuestra conciencia iluminada y fortalecida con la oración y la práctica de los sacramentos (Confesión y Eucaristía) nos puede asegurar.

 

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