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La serpiente de bronce en Juan

By Pbro. Mario Montes M. / Animación bíblica, Cenacat Marzo 16, 2021

Hace muchos años, en nuestras páginas del Eco Católico, presentamos a la serpiente del paraíso y a la serpiente de bronce (ver Gén 3,1-5.14-15; Núm 21,4-9).  Es un relato extraño por lo demás, que luego el Evangelista San Juan recoge en boca de Jesús, en su diálogo nocturno con Nicodemo, para hablar de su muerte en la cruz (ver Jn 3,14-15). Les invitamos a leer el texto citado de los Números con calma en su casa.

Son diversas las interpretaciones que los entendidos ofrecen sobre este episodio en el desierto: la plaga de picaduras de serpientes y la curación que se conseguía mirando a la serpiente de bronce, levantada por Moisés. Podría ser que esta serpiente recordara restos de idolatría en la región. Con frecuencia este animal era divinizado en las diversas culturas, por ejemplo como símbolo de la fecundidad. Parece que se permitió exhibir una imagen de la serpiente, incluso en el Templo de Jerusalén, por la antigüedad de la costumbre y la interpretación más religiosa que se le daba en relación a Yahvé,  hasta que el piadoso rey Ezequías mandó destruirla (ver 2 Rey 18,4).

El sentido más probable parece ser el siguiente: en el desierto abundaban las serpientes, que constituían un peligro para el pueblo peregrino. Una plaga especialmente mortal fue interpretada como castigo de Dios por los pecados del pueblo y al volver la mirada a ella, levantada por mano de Moisés se podía entender como un volver a Dios, reconocer el propio pecado e invocar su ayuda.  El libro de la Sabiduría, en una bella catequesis, valora a esta serpiente de bronce no en sí misma, sino como recordatorio de la bondad misericordiosa de Dios, cuando el pueblo la mira: “y quien la miraba, quedaba sano, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos” (ver Sab 16,7).

Es decir no salva mágicamente, sino por la fe. En aquellos años del desierto, se pensaba que la serpiente podía dar vida o muerte (en la práctica sabemos que su veneno puede matar o de él se puede sacar el suero antiofídico). No era entonces la “diosa serpiente” la que daba la vida, sino el Dios de Israel, el verdadero Dios sanador.

Lo que sí sabemos es que el Nuevo Testamento la interpreta como figura de Cristo en la cruz: y él sí que nos cura y nos salva, cuando volvemos la mirada hacia él, sobre todo cuando es elevado a la cruz el Viernes Santo, como Redentor. En el capítulo octavo de San Juan, especialmente en los vv. 21-30,  Jesús mismo habla de ser levantado: “¿Quién es Jesús?”, preguntan los judíos y él mismo responde: “yo vengo de arriba... yo no soy de este mundo... Cuando levanten en alto al Hijo del Hombre (en la cruz), reconocerán que yo soy”. Los que crean en él -los que le miren y vean en él al enviado de Dios y le sigan- se salvarán. Y al revés: “si no creen que yo soy, morirán en sus pecados”. Quienes le oyen no parecen dispuestos a creer: se le oponen frontalmente y el conflicto es cada vez mayor.

El mismo Jesús, en su diálogo con Nicodemo, nos explica el simbolismo de esta figura: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3,14). Y en otra ocasión: “Y yo, una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Con esta afirmación, Jesús quiso dar a entender la forma en que iba a morir” (Jn 12,32-33). Este “ser levantado” Jesús se refiere a toda su Pascua: no sólo a la cruz, sino también a su glorificación y su entrada en la nueva existencia junto al Padre.

Es lo que los cristianos nos disponemos a celebrar en la Semana Santa, preparada por la Cuaresma. Miraremos a Cristo en la cruz con creciente intensidad y emoción, durante el Triduo Pascual. Le miraremos no con curiosidad, sino con fe, sabiendo interpretar el “yo soy” que nos ha repetido tantas veces en su evangelio. A nosotros no nos escandaliza, como a sus contemporáneos, que él afirme su divinidad. Precisamente por eso le seguimos.

Hemos de fijar nuestros ojos en ese Jesús que Dios ha enviado a nuestra historia hace más de dos mil años, y que es el que da sentido a nuestra existencia y nos salva de nuestros males. No entendemos del todo cómo podían ser curados de sus males los hebreos que miraban a la serpiente. Pero sí creemos firmemente que, si miramos con fe al Cristo de la cruz, al Cristo pascual, en él tenemos la curación de todos nuestros males y la fuerza para todas las luchas. Sobre todo nosotros, a quienes él mismo se nos da como alimento en la Eucaristía, el sacramento en el que participamos de su victoria contra el mal, toda vez que lo celebramos, especialmente los domingos.  Que su cruz, a modo de mástil y que en su momento fue prefigurada en aquella serpiente de bronce, un tanto misteriosa, sea fuente de salud y vida para todos nosotros (Jn 3,14; 6,40).

 

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