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Sagradas Escrituras: El cielo y la tierra

By Pbro. Mario Montes M. Octubre 06, 2023

Cuando el libro del Génesis nos quiere presentar al universo o todo cuanto existe, afirma: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gén 1,1). “Cielo y tierra” indican, pues, el universo entero, todo lo que existe. Esto mismo profesamos en el Credo al decir o rezar: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra” (Catecismo de la Iglesia, 279). Ahora bien, los autores sagrados, que no eran hombres de ciencias, sino catequistas o personas religiosas, presentan al universo y la creación desde su fe en Dios, desde su “mirada” religiosa, por eso, al hablar de ellos lo hacen con una visión teológica, no científica, ni matemática, no física, ni astronómica… Lo hacen como creyentes, enseñando que todo “el cielo y la tierra”, han sido creados por Dios.

A veces el universo, según los antiguos, aparece dividido en tres partes: el cielo, la tierra y el abismo, como hemos visto. Esto lo podemos leer en Éx 20,4; Dt 32,13-16; Filip, 2,6-10. Por encima de esta forma de presentar la tierra como un todo, la gente se imaginaba el cielo como una especie de cúpula celeste, formada por capas y con ventanas (por las que caía la lluvia), pero por encima de ella estaba Dios viviendo con sus ángeles y su corte celestial.

Aquí el cielo viene a ser lo que llamamos “firmamento”. Y ellos, los antiguos creían que el firmamento, además de tener al sol y a la luna, estaba “tachonado” de estrellas y de astros luminosos. Las estrellas forman constelaciones (Jb 9,9; 38,13; Is 14,12), pero todos estos astros son simples lámparas puestas al servicio del día y de la noche (Gén 1,14-18).

El curso regular del Sol es signo de la estabilidad y del orden de la creación (Ecl 1,5; Gén 8,22; Sal 19,5-6). Además, el cielo era la sede o asiento de Dios, donde Él vive, su morada (Is 40,22). Aun así, el cielo es incapaz de contener a Dios (1 Rey 8,27). Su distancia de la tierra indica los caminos inescrutables de Dios (Is 55,9). Las nubes, a su vez, indican su presencia o le mundo de lo divino (Éx 13,21; 14,19-20; 19,16-25). La nube revela y esconde a la vez la presencia de Dios (Mt 17,5; Hech 1,9). En cuanto a los fenómenos atmosféricos o meteorológicos (el viento, los huracanes, las tormentas, rayerías…), para aquellos autores sagrados, estaban dominados y controlados por el Señor, de allí que no debían tener miedo (ver Éx 19,16-1 Rey 19,11-13).

 

La tierra

 

La tierra entendida no solamente como el lugar donde vivimos, el planeta o el suelo, es llamada por los autores sagrados bíblicos como “eretz” (territorio), “adamah” (suelo), “yabasah” (tierra firme), “tebel” (tierra habitada), “heled” (espacio del mundo). Y los judíos de aquellos tiempos se la imaginaban como un disco o un plato, asentada sobre las aguas, cuyo centro era la ciudad de Jerusalén (Ez 5,5), “el ombligo del mundo”, es decir, el centro de la tierra (ver Juec 9,37; Ez 38,12), con un significado teológico: de ella proviene la palabra del Señor y en ella vive Dios (Is 2,1-5; Miq 4,1-3).

Y como hemos visto con el tema del cielo, todos sus fenómenos tan conocidos por nosotros, como erupciones volcánicas, temblores, terremotos, cataclismos y demás, están al servicio de Dios y Dios se hace presente en ellos (Juec 5,4-5). Sus árboles y vegetación, es decir, su flora abundante, son posibles gracias a la acción creadora de Dios (Gén 1,11-13), lo mismo su fauna de toda clase (Gén 1,20-23). De la tierra, del polvo del suelo (“adamah”), Dios hacer surgir al hombre (“adam”, no Adán). “Adam” significa “el terroso” y “el terrestre”, ver Gén 2,7).

Como veremos, este es un nombre común que, con el paso del tiempo, se le entendió en singular: “un hombre”, “un individuo” (Adán). Por eso, el ser humano debe ser humilde; la palabra “humildad” viene de la palabra “humus”, “tierra”, “suelo”, nunca debe ser orgulloso ni soberbio. Y a su vez, el hombre (varón y mujer), debe someter la tierra, es decir, cuidar el mundo y velar por él. Es dueño del mundo al servicio del Dueño que es Dios (Gén 1,26).

Por eso, los relatos que hablan de la creación del cielo y de la tierra (Gén 1-2), por un lado vincula a los seres humanos con su Creador, con Dios y, por otro, a la tierra, a su condición de creatura, pues el ser humano que vive en la tierra es creado a imagen y semejanza de Dios y es señor de los animales (Gén 1,26), y del cosmos, como Dios es Señor de todo.

El Credo, que comienza calificando a Dios “Padre omnipotente”, añade luego que Él es el “Creador del cielo y de la tierra”, y retoma de este modo la afirmación con la que comienza la Biblia. En el primer versículo de la Sagrada Escritura en efecto se lee: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1, 1): es Dios el origen de todas las cosas y en la belleza de la creación se despliega su omnipotencia de Padre que ama.

Dios se manifiesta como Padre en la creación, en cuanto origen de la vida, y, al crear, muestra su omnipotencia. Las imágenes usadas por la Sagrada Escritura al respecto son muy sugestivas (cf. Is 40, 12; 45, 18; 48, 13; Sal 104, 2.5; 135, 7; Pr 8, 27-29; Jb 38–39). Él, como un Padre bueno y poderoso, cuida de todo aquello que ha creado con un amor y una fidelidad que nunca decae, dicen repetidamente los Salmos (cf. Sal 57, 11; 108, 5; 36, 6). Así, la creación se convierte en espacio donde conocer y reconocer la omnipotencia del Señor y su bondad, y llega a ser llamamiento a nuestra fe de creyentes para que proclamemos a Dios como Creador… (Extracto de la catequesis del Papa Benedicto, del miércoles 6 de febrero del 2013)

También Jesús habla del cielo y de la tierra, en el sentido que estamos viendo, es decir, del universo creado por Dios, su Padre, Señor del cosmos (Mt 11,25), quien, en el día de su resurrección y ascensión, le dio todo poder a su Hijo glorificado (Mt 28,16-18. La creación entera (cielo y tierra), serán transformadas y no destruidas en la consumación del mundo, “pasarán”, pero la Palabra de Jesús permanecerá para siempre (ver Lc 21,33).

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