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Sagradas Escrituras: Los compañeros de Pablo encarcelado

By Pbro. Mario Montes M. / Animación bíblica, Cenacat Diciembre 16, 2022

San Pablo estuvo en prisión varias veces (2 Co 11,24; Hech 14,29; 16,23), pero si se habla de un encarcelamiento, podría referirse a dos ocasiones precisas, más una semi-prisión. La primera fue en Éfeso, con toda probabilidad el año 56; entonces envió a los Filipenses una carta sobre cuya autenticidad no han surgido dudas. Luego Pablo estuvo dos años completos en la fortaleza de Cesarea (Hech 24-26), desde donde fue llevado a Roma. Allí se habla de una “semi-cautividad”, es decir, la detención en un domicilio privado (Hech 28,16). Al cabo de dos años, con toda probabilidad, Pablo fue absuelto. Y estando encarcelado escribió las llamas Cartas de la cautividad (Efesios, Filipenses, Colosenses y, Filemón). Por casualidad las cuatro cartas que nombramos se siguen; pero aunque fueron escritas por Pablo prisionero, no son del mismo año ni escritas desde la misma cárcel.

¿Las razones de su prisión? Por su fidelidad a Cristo y por anunciar al Evangelio. Por el libro de los Hechos de los Apóstoles y todos aquellos que lo acompañaron a lo largo de su misión, enfrentó cárceles, sufrimientos y dificultades (ver Hech 20,23-24; 21,10-14), que le ayudaron a entender y asimilar en su persona la pasión de Cristo y fortalecieron su fe, su amor y su esperanza. Ahora bien ¿tuvo amigos que lo acompañaran? ¿Compañeros de prisión?

En efecto, en esas circunstancias los cristianos que vivían cerca debieron de hacer todo lo posible por ayudarle a sobrellevar su situación. Cuando fue arrestado en Roma por primera vez, se le permitió vivir en su propia casa alquilada por dos años y pudo recibir visitas de amigos (Hech 28,30). Mientras estuvo allí escribió las cuatro cartas que acabamos de mencionar.

Hemos sabido que Onésimo, el esclavo que se escapó de la casa de Filemón, se encontró con Pablo en Roma, como le ocurrió a Tíquico, que acompañaría a Onésimo en el viaje de vuelta a su amo (Col 4,7-9). También conocemos a Epafrodito, que realizó un largo viaje desde Filipos portando un regalo de la comunidad cristiana y cayó enfermo (Filip 2,25; 4,18). Trabajando al lado de Pablo en Roma estuvieron Aristarco, Juan Marcos y Jesús, llamado Justo, por lo que dijo de ellos: “Solo éstos trabajan conmigo por el reino de Dios y me han proporcionado mucho consuelo” (Col 4,10-11). Junto con todos estos hombres fieles se encontraban Timoteo y Lucas, que nos resultan más familiares, y Dimas, quien más tarde, por amor a las cosas del mundo, abandonó a Pablo (Colos 1,1; 4,14; Film 24; 2 Tim 4,10)).

Parece ser que ninguno de ellos era de Roma y, sin embargo, permanecieron al lado de Pablo. Quizás acudieron específicamente para ayudarle durante su reclusión. Algunos de ellos quizá le mandaron recados, otros fueron enviados a misiones distantes, y a otros les dictó sus cartas. Estos hombres dieron un elocuente testimonio de su gran afecto y lealtad a Pablo y a la obra de Cristo. De la conclusión de algunas de las cartas de Pablo, se deduce que estaba rodeado por gran cantidad de hermanos cristianos, muchos más de los que él llama por nombre. En distintas ocasiones, escribió: “Los saludan los hermanos en la fe” y “te saludan todos los que están conmigo” (2 Cor 13,14; Tit 3,15; Flip 4,22).

Durante su terrible y segundo encarcelamiento en Roma, cuando se avecinaba su martirio, Pablo pensó constantemente en sus colaboradores. Todavía estaba activo supervisando y coordinando las actividades de al menos algunos de ellos. Había despachado a Tito y Tíquico en misiones especiales, Crescente había partido para Galacia, Erasto había estado en Corinto y Trófimo se quedó enfermo en Mileto, pero Juan Marcos y Timoteo se dirigían a Roma para estar con Pablo. En cambio, Lucas permaneció junto a él, y cuando el apóstol escribió su Segunda carta a Timoteo, otros hermanos en la fe se encontraban cerca, como Eubulo, Pudente, Lino y Claudia, que enviaron sus saludos. Con toda seguridad, estos estaban tratando de hacer hasta lo imposible por ayudar a Pablo. Al mismo tiempo, él envió también saludos a Prisca y Áquila y a la casa de Onesíforo. Tristemente, sin embargo, Dimas lo abandonó en aquellos momentos difíciles y Alejandro el herrero le hizo muchos males (2 Tim 4,9- 21).

 

Prisionero desde sus comienzos

 

Después de la calidez experimentada en casa de Lidia, Pablo y Silas tendrán que hacer cuentas con la dureza de la prisión: pasan del consuelo de esta conversión de Lidia y de su familia a la desolación de la cárcel en la que los han metido por haber liberado en el nombre de Jesús “a una esclava poseída de un espíritu adivino” y que «producía mucho dinero a sus amos» con el oficio de adivina (Hechos 16, 16). Sus amos, ganaban mucho dinero de esta pobre esclava…

Pero ¿qué pasa? Pablo está en la prisión y durante su encarcelamiento se produce un hecho sorprendente. Está desolado pero, en vez de quejarse, Pablo y Silas entonan una alabanza a Dios y esta alabanza desencadena una fuerza que los libera: durante la oración un terremoto sacude los cimientos de la prisión, se abren las puertas y caen las cadenas de todos (cf. Hechos 16, 25-26). Como la oración de Pentecostés, la de cárcel también provoca efectos prodigiosos.

El carcelero, creyendo que los prisioneros habían huido, estaba a punto de matarse, porque los carceleros pagaban con su propia vida la huida de los prisioneros, pero Pablo le grita: “No te hagas ningún mal, que estamos todos aquí”. (Hechos 16, 27-28). El carcelero pregunta entonces: “Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?” (v. 30). La respuesta es: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa” (v. 31). En ese momento se produce el cambio: el carcelero escucha la palabra del Señor con su familia, acoge a los apóstoles, les lava las heridas —porque les habían pegado— y recibe el bautismo junto a los suyos; luego, “se alegró con toda su familia por haber creído en Dios” (v. 34), prepara la mesa e invita a Pablo y Silas a quedarse con ellos: ¡el momento del consuelo! (ver catequesis del Papa Francisco, Audiencia General, miércoles 30 de octubre 2019)

Pero aquellas cadenas nunca pudieron detenerlo. Pues la Palabra de Dios no está encadenada (2 Tim 2,9) y, con sus amigos, supo enfrentar y hasta soportar estas contrariedades y sufrimientos. Hoy ¿quiénes nos acompañan en nuestras penas?

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