El relato de la curación del lisiado en Listra está primeramente marcado una vez más por el interés de los Hechos de los Apóstoles en equilibrar y poner en paralelo las obras de Pablo con las de Pedro. Este relato nos recuerda la extensa narración de la curación del paralítico de nacimiento en Jn 3,1-11, seguida de la instrucción sobre la proveniencia de la curación, como también la curación del paralítico en Lida, como anotábamos (Hech 9,32-35).
Esta clara tendencia a establecer un paralelismo entre los relatos de Pedro y de Pablo, no significa que los relatos no estén basados en hechos históricos. Aunque esto no excluye que en el hecho de destacar tal o cual rasgo particular, influyera también el motivo de la armonización, como, por ejemplo, en la caracterización de la enfermedad y del comportamiento del enfermo curado.
La curación se otorga a un hombre “que tenía la fe necesaria para ser curado”. En la palabra griega que significa “curar” se encierra, seguramente con intención, un doble sentido. La palabra no significa sólo la salud en sentido corporal, sino al mismo tiempo y preferentemente la salud o “salvación” en sentido religioso. La “fe” del enfermo podía estar encaminada, según el contexto, primeramente a la curación de su dolencia, pero Pablo la refirió a la salud o salvación en sentido del Evangelio. No sin razón se resalta que el enfermo “escuchaba” lo que decía Pablo. Sólo cuando el hombre está dispuesto a escuchar lo que llega a sus oídos como mensaje de salvación, se efectúa algo que es más que un mero “tener por cierto”. Implica una confianza incondicional y da origen a esa actitud que, más allá del pensamiento en la miseria corporal, está sostenida por la entrega creyente al eficaz poder de salvación de Dios.
Como podemos ver, el éxito es exagerado, hasta el punto de que los habitantes de Listra les toman por dioses que han bajado disfrazados de hombres: a Bernabé, que sería mayor, le identifican con Júpiter o Zeus; a Pablo, que es el que habla, le toman por Hermes, el mensajero de los dioses. Y les quieren ofrecer sacrificios. Pablo aprovecha para hacerles una predicación. Esta vez está adaptada a los paganos, no a los judíos de la sinagoga. No parte del Antiguo Testamento, sino del Dios creador de cielos y tierra, el que nos manda la lluvia y las cosechas. No habla explícitamente de Jesús: parece un discurso incompleto. Es como el esquema de lo que luego será su gran pieza de predicación a los paganos en el Areópago de Atenas.
El texto nos enseña que en nuestra vida a veces experimentamos éxitos, y otras veces fracasos. Momentos de serenidad y momentos de tensión y zozobra. Deberíamos estar dispuestos a todo. Sin perder en ningún momento la paz y el equilibrio interior, y sobre todo sin permitir que nada ni nadie nos desvíe de nuestra fe y de nuestro propósito de dar testimonio de Jesús en el mundo de hoy.
También hay otras direcciones en que nos interpela la escena de esta historia d salvación. ¿Nos buscamos a nosotros mismos? Como Pablo y Bernabé, tendremos que luchar a veces contra la tentación de “endiosarnos” nosotros, recordando que “nosotros somos seres humanos como ustedes”. Nuestra catequesis no debe atraer a las personas hacia nosotros, sino claramente hacia Cristo y hacia Dios.
San Beda explica que: “Así como el hombre cojo, curado por Pedro y Juan en la puerta del Templo, prefigura la salvación de los judíos, también este tullido licaonio representa a los gentiles, alejados de la religión de la ley y del Templo, pero recogidos ahora por la predicación del Apóstol Pablo” (Comentario a los Hechos). Los dos misioneros manifiestan su verdadera obra. No buscan honores para sí, sino sólo para Dios y para Jesucristo, el Señor, cuya doctrina, obra y vida ellos predican para la salvación de todos los hombres: predican con su palabra y predican también con su conducta.