José sí era discípulo; solo que no se atrevía a declararlo abiertamente. Este era un problema serio, sobre todo teniendo en cuenta las palabras de Jesús: “Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo los reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo, de aquel que reniegue de mí ante los hombres” (Mt 10,32-33)). No es que José renegara a Jesús, ni mucho menos, sino que no tenía el valor necesario para admitir que era su discípulo. Y que, además, él “no había aprobado la decisión y el proceder de los judíos” contra Jesús (Lc 23,51). Se cree que no estuvo presente en el juicio de Jesús. De todas formas, se habría sentido horrorizado ante semejante injusticia, pero no podía hacer nada para impedirlo.
Está claro que, para cuando Jesús murió, José ya había superado sus miedos y había decidido ponerse de parte de los seguidores de Jesús. Sabemos esto por el texto de Mc 15,43: “tuvo el valor de presentarse a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús”. Al parecer, José presenció la ejecución de Jesús, ya que supo de su muerte antes que Pilato mismo. Eso explica por qué, cuando solicitó que se le entregara el cuerpo, el gobernador “se extrañó de que hubiera muerto tan pronto” (Mc 15,44). Si José presenció la agonía y muerte de Jesús en la cruz ¿Habría sido esa terrible escena, lo que lo hizo recapacitar y tener el valor necesario, para admitir que era discípulo de Cristo? Tal vez. Lo que sabemos es que se sintió motivado a actuar. Ya no sería un discípulo en secreto.
La ley judía exigía que los sentenciados a muerte fueran enterrados antes de la puesta de sol (ver Dt 21, 22-23). Los romanos, sin embargo, dejaban colgando en la cruz los cadáveres de los criminales ejecutados, hasta que entraran en descomposición, los devoraran los animales carroñeros o los tiraran a fosas comunes. Pero José no quería eso para Jesús. Cerca del lugar de la ejecución, José tenía una tumba labrada en la roca. Esta cripta estaba sin estrenar, lo que puede indicar que hacía muy poco que se había mudado a Jerusalén desde Arimatea y que tenía la intención de que fuera allí, donde se enterrara a los miembros de su familia (Lc 23,53; Jn 19,41). Colocar a Jesús en la tumba donde José mismo esperaba ser enterrado, fue un gesto muy generoso de su parte y también cumplió aquello que decía el profeta Isaías en el Cuarto Cántico del Siervo del Señor: “se puso su sepultura entre los malvados y con los ricos su tumba” (Is 53, 9).
Los cuatro Evangelios relatan que, cuando bajaron el cuerpo de Jesús de la cruz, José de Arimatea lo envolvió en una sábana limpia de lino fino y lo puso en su tumba (Mt 27,59-61; Mc 15, 46-47; Lc 23,53; Jn 19, 38-40). La única persona que se menciona que lo ayudó fue Nicodemo, que “trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos” (Jn 19,39). Teniendo en cuenta la posición prominente de estos dos hombres, es poco probable que ellos hayan bajado el cadáver. Seguro que fueron los mismos soldados romanos quienes se encargaron de hacerlo. En cualquier caso, se encargaron de una tarea muy importante.
En Israel, quien tocaba un cadáver incurría en impureza durante siete días y todo lo que tocaba también quedaba impuro (Núm 19,11; Ag 2,13). En ese estado tendrían que permanecer aislados durante la fiesta de la Pascua, sin participar en ella (Núm 9,6). Al encargarse del entierro de Jesús, José también se arriesgaba al incurrir en este estado de impureza, con el consiguiente desprecio de los demás. Pero, llegado a este punto, estuvo dispuesto a aceptar las consecuencias de dar a Jesús un entierro digno y de identificarse abiertamente como discípulo suyo. Los Evangelios no vuelven a mencionar a José de Arimatea después del entierro de Jesús, lo que hace que surja la pregunta: “¿Qué fue de él?”. A decir verdad, no lo sabemos. Pero su gesto con Jesús muerto nunca fue olvidado. Al respecto, el Papa Francisco enseña lo siguiente:
“Después de su muerte, fue José de Arimatea, un hombre rico, miembro del Sanedrín pero convertido en discípulo de Jesús, y ofreció para él su sepulcro nuevo, excavado en la roca. Fue personalmente donde Pilatos y pidió el cuerpo de Jesús: una verdadera obra de misericordia hecha con gran valor (Cf. Mt 27, 57-60). Para los cristianos, la sepultura es un acto de piedad, pero también un acto de gran fe. Depositamos en la tumba el cuerpo de nuestros seres queridos, con la esperanza de su resurrección (cf. 1 Cor 15, 1-34). Este es un rito que perdura muy fuerte y sentido en nuestro pueblo y que encuentra una resonancia especial este mes de noviembre dedicado, en particular, al recuerdo y a la oración por los difuntos…” (Del Papa Francisco, Audiencia General, miércoles 30 de noviembre de 2016)