El centurión había escuchado los improperios e insultos, que habían dirigido a Jesús sus adversarios, y, en particular, las mofas sobre el título de Hijo de Dios, reivindicado por aquel que ahora no podía descender de la cruz, ni hacer nada para salvarse a sí mismo. Mirando al Crucificado, quizá ya durante la agonía, pero de modo más intenso y penetrante en el momento de su muerte, y quizá, quién sabe, encontrándose con su mirada, siente que Jesús tiene razón.
Si, Jesús es un hombre, y muere de hecho; pero en ÉI hay más que un hombre, es un hombre que verdaderamente, como él mismo dijo, es Hijo de Dios. Ese modo de sufrir y morir, ese poner el espíritu en manos del Padre, esa inmolación evidente por una causa suprema a la que ha dedicado toda su vida, ejercen un poder misterioso sobre aquel soldado, que quizá ha llegado al Calvario tras una larga aventura militar y espiritual, como ha insinuado algún escritor, y que en ese sentido puede representar a cualquier pagano que busca algún testimonio revelador de Dios.
El hecho es notable también porque, en aquella hora, los discípulos de Jesús están desconcertados y turbados en su fe (Cfr. Mc 14,50; Jn 16,32). El centurión, por el contrario, precisamente en esa hora, inaugura la serie de paganos que, muy pronto, pedirán ser admitidos entre los discípulos de aquel Hombre en el que, especialmente después de su resurrección, reconocerán al Hijo de Dios, como lo testifican los Hechos de los Apóstoles. El centurión del Calvario no espera la resurrección: le bastan aquella muerte, aquellas palabras y aquella mirada del moribundo, para llegar a pronunciar su acto de fe. ¿Cómo no ver en esto el fruto de un impulso de la gracia divina, obtenido con su sacrificio por Cristo Salvador a aquel centurión?
El centurión, por su parte, no he dejado de poner la condición indispensable para recibir la gracia de la fe: la objetividad, que es la primera forma de lealtad. Él ha mirado, ha visto, ha cedido ante la realidad de los hechos y por eso se le ha concedido creer. No ha hecho cálculos sobre las ventajas de estar de parte del sanedrín, ni se ha dejado intimidar por él, como Pilato (Cfr. Jn 19, 8); ha mirado a las personas y a las cosas y ha asistido como testigo imparcial a la muerte de Jesús. Su alma en esto estaba limpia y bien dispuesta. Por eso le ha impresionado la fuerza de la verdad y ha creído. No dudó en proclamar que aquel hombre era Hijo de Dios. Era el primer signo de la redención ya acaecida…” [Catequesis del Papa San Juan Pablo II. Fecundidad de la muerte redentora de Cristo (14.XII.88)]
Aquel centurión pagano, al igual que el centurión de Cafarnaún (Mt 8,5-13; Lc 7,1-10), como también Cornelio de Cesarea (Hech 10), nos muestran que la salvación tiene alcance universal, pues Cristo ha muerto por todos. Ellos serán los primeros en recibir las primicias de la salvación, el Evangelio de Cristo, pues, como sabemos, los judíos no se abrieron a la predicación apostólica, en el tiempo en que san Pablo se dirigió a ellos: “A ustedes debíamos anunciar en primer lugar la Palabra de Dios, pero ya que la rechazan y no se consideran dignos de la vida eterna, nos dirigimos ahora a los paganos” (Hech 13,46). Él nos invita a confesar nuestra fe en el Señor Jesucristo, Hijo de Dios.