La conversación se despliega con la paciencia de una vela que arde sin prisa. Hablan de la necesidad de romper el binomio de culpa y condena que suele rodear a quienes han roto leyes o reglas.
Hablan de la misericordia que no anula la responsabilidad, y de la responsabilidad que no exige perfección. Hablan de la idea de un bien común que no está fuera de cada uno, sino que se teje en la relación entre ellos.
Fray Gilberto recuerda una escena de infancia cuando, de pequeño, creyó que la fe era un permiso para callar las dudas. Aprendió, con el tiempo, que la fe no es un muro sino un puente: une lo humano y lo trascendente, lo que se recuerda con lágrimas y lo que se sueña con la esperanza. Que la fe, en su acepción más honda, no niega la angustia, sino la abre a la pregunta que transforma.
Willy propone un ejercicio práctico: una ruta de conversación para familias y jóvenes. El objetivo no es que memoricen conceptos, sino que descubran una forma de pensar que les permita construir su propia brújula. Se proponen tres herramientas simples:
Pregunta generativa: cada encuentro inicia con una pregunta abierta como “¿Qué te preocupa realmente?” o “¿Qué harías si tu miedo tuviera una voz?”.
Narrativa de agencia: pedir a cada joven que relate una experiencia en la que haya tomado una decisión difícil y qué aprendería si la viera desde otra perspectiva.
Puentes prácticos: cada semana, realizar una acción pequeña que beneficie a alguien más; quedaría registrado como un “hábito de cuidado” que se puede revisar en la siguiente sesión.
Fray Gilberto toma nota y añade una dimensión espiritual sin dogmas rígidos: la idea de la gratuidad y la interdependencia. No se trata de imponer una fe, sino de enseñar a abrirse a la trascendencia como experiencia de conexión con otros, con el entorno, con la propia historia. La trascendencia no es un argumento para vencer, sino una invitación para sostener.
—La ética sin normas rígidas—dice Fray Gilberto—. En la vida real, las decisiones no siempre caben en una teoría. Pero sí hay patrones que emergen cuando miramos al otro con una curiosidad que roza la admiración.
Si un joven se mira al espejo y se pregunta “¿qué soy?”, quizá lo que necesita no es una definición, sino un compromiso: una pequeña promesa que pueda cumplir, una persona a la que no defraudar.
Willy levanta la vista hacia la ventana. El barrio entero parece respirar fuera, con su ruido y su ritmo. En la ciudad, cada rostro es una historia en curso, cada historia una pregunta que pide respuestas que no necesariamente llegan desde las aulas o desde los púlpitos.
—Podemos enseñar a vivir con tensión—continúa Willy—. Porque la vida es tensión entre deseo y deber, entre libertad y limitación.
La tarea educativa no es proteger a los jóvenes de la realidad, sino prepararlos para navegarla con responsabilidad y compasión. Si logramos que la filosofía se vea como una caja de herramientas para la vida, habremos logrado algo más que conocimiento: habremos sembrado sabiduría.
La conversación se desplaza hacia la idea de referentes vivos. En lugar de venerar a Platón o Aristóteles como ifos cegadores, se propone verlos como modelos de pensamiento: lectores del mundo que enseñan a escuchar, a cuestionar, a buscar condenas que no se sostengan y, sobre todo, a construir puentes entre lo antiguo y lo actual. El diálogo no es substituto de la acción; es la manera de enriquecerla.
Fray Gilberto recuerda una experiencia reciente en la que un joven, llamado Mateo, había negado su identidad durante años para no incomodar a su familia.
En una sesión de diálogo, Mateo halló una forma de decir quién era, sin romper con su historia. Fue un momento de aprendizaje para todos: la filosofía dejó de ser una institución lejana para convertirse en una conversación que cambia vidas. Mateo, incluso en medio de la confusión, encontró una voz que no se calaba en la vergüenza, y aprendió a sostenerla.
—La tarea es humilde—dice Fray Gilberto—. No esperamos que cada joven se convierta en un filósofo, pero sí que descubra que pensar no es peligroso, que dudar no es traición y que preguntar no es impiedad.
La curiosidad puede ser una forma de coraje.
Willy asiente y añade un matiz práctico: la evaluación de progreso no debe centrarse en calificación, sino en el crecimiento de la capacidad de cuidar de otros y de sí mismos. Los jóvenes, a menudo, buscan sentido en la acción que da resultados visibles. Un pequeño acto de responsabilidad, una promesa cumplida, una conversación que evita una mala decisión: todo suma.
—La pregunta crucial—dice Willy—. ¿Qué referencia clásica puede ser cercana a un joven que no confía en las figuras de autoridad? Podemos presentar la idea de Sócrates como un interlocutor que no se impone, sino que pregunta para despertar. Sócrates no tenía respuestas absolutas; tenía un método para obligar a quien lo escucha a examinar sus certezas. Eso puede resonar con alguien que ha aprendido a desconfiar de certezas dadas.
Fray Gilberto sonríe levemente, y su mirada se abre a la habitación como si ahí mismo pudiera haber un mundo entero.
—Y si hacemos que el proceso sea recíproco—añade—. Que cada joven, al enseñar a otro lo que ha aprendido, refuerce su propia experiencia. La transferencia es una forma de humildad: decir “yo también estoy aprendiendo”. En la vida, nadie es dueño de la última palabra; todos somos estudiantes de por vida.
La conversación se extiende hacia la necesidad de comunidades que sostengan a estos jóvenes más allá de los talleres. Se discute la colaboración entre familias, escuelas, parroquias y centros de rehabilitación.
La idea es crear una red de apoyo que funcione como una orquesta: cada instrumento tiene su timbre, su ritmo, su función, pero la armonía solo llega cuando todos se coordinan sin perder su voz.
Fray Gilberto propone un método de seguimiento: sesiones cortas, de 30 minutos, cada dos semanas, con preguntas que inviten a la reflexión sin juzgar. Willy sugiere talleres para las familias, para que aprendan a escuchar y a sostener sin instrumentalizar la fe ni la moral en función del comportamiento del joven.
Ambos acuerdan que el objetivo es construir una narrativa compartida de crecimiento: una historia que permita a cada joven ver su vida como posible, donde el dolor no sea el último capítulo.
En el cierre de la mañana, ambos quedan de acuerdo en una idea central: la juventud pesimista y desorientada no nace del vacío; nace de la desconexión entre la vida que se tiene y la vida que se sueña.
Los referentes clásicos no deben verse como un archivo glorioso ajeno a la realidad, sino como un idioma antiguo que puede ser traducido al lenguaje de la experiencia diaria.
La filosofía, entendida así, deja de ser una colección de axiomas y se convierte en una herramienta práctica para vivir. Y vivir, en su forma más verdadera, exige una mezcla de coraje, responsabilidad y ternura.
Salir del centro comunitario significa volver a un barrio que ya conoce. El murmullo de la ciudad continúa, pero Fray Gilberto y Willy caminan con una ligera certeza: no se trata de convertir a cada joven en un discípulo de la filosofía, sino de acompañarlos para que descubran en su propia historia un sentido que valga la pena sostener.
No es la conquista de la verdad absoluta lo que buscan, sino una brújula que funcione en medio del ruido, una forma de mirar que permita distinguir entre lo urgente y lo importante, entre el ruido de la calle y la música de la vida que se va tejiendo.
En la despedida, se prometen volver a conversar con otros jóvenes, con familias y con educadores, para continuar explorando preguntas y construyendo puentes. Porque, en palabras de Fray Gilberto, la vida de cada joven puede convertirse en una pregunta que invite a la vida; y, en palabras de Willy, la ética del cuidado puede convertirse en una práctica diaria que haga posible una existencia más humana.
Así, en la frontera entre lo antiguo y lo reciente, la reflexión se teje con la paciencia de quienes han aprendido a mirar más allá de la superficie.
No para negar la realidad de la violencia o la frustración, sino para abrirla a la posibilidad de una trasformación que, aunque modesta, es real. Y en esa posibilidad, los referentes clásicos no mueren: se reinventan cada día en la conversación, en la escucha, en el compromiso compartido de buscar lo mejor para cada joven que atraviesa un camino áspero, pero no imposible.












