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Martes, 25 Noviembre 2025
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Cada uno muestra lo que es en los amigos que tiene

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Octubre 31, 2025

Fray Gilberto, fraile terciario capuchino, camina con la cadencia de quien ha visto la paciencia de las piedras. Trabaja con jóvenes en conflicto con la ley, niños y niñas y adolescentes que han herrado el camino y que, a veces sin saberlo, buscan una brújula. Willy, franciscano seglar y orientador familiar y educativo, camina a su lado como quien sostiene un mapa cuando el paisaje parece desorientar.

La conversación entre ellos nace de un título que parece sencillo y, sin embargo, es un espejo intrincado: “Muchos jóvenes son pesimistas y están desorientados por no tener referentes clásicos como Platón o Aristóteles”.

La mañana se abre con el murmullo de una ciudad que se despierta entre sirenas y autobuses. En la sala común de un centro comunitario, Fray Gilberto se sienta frente a una mesa de madera que ha visto más discusiones que almuerzos.

Sus sandalias claman por el suelo de terracota, y su hábito revela jirones de historia: la humildad de un hombre que ha aprendido a escuchar primero. Willy llega con una carpeta llena de anécdotas, ejercicios y una sonrisa que parece haber aprendido a sostenerse en medio de las tormentas. No traen respuestas, traen preguntas: ¿cómo hablar a alguien que ha aprendido a desconfiar de las palabras que prometen salvarlo? 

—A veces—comienza Fray Gilberto, con voz templada—, el pesimismo no nace de la realidad, sino de la forma en que la miramos. Los jóvenes que roban la noche para sentirse vivos buscan, tal vez, una forma de autenticidad que no encuentran en casa, en la escuela ni en la iglesia. No es que les falte virtudes; es que les faltan marcos de referencia que no se deshagan ante cada caída.

Willy asiente. Es un hombre alto de estatura, pero su presencia es una casa que se abre para acoger. Habla de la familia como el primer y último horizonte del ser humano, de la necesidad de un proyecto compartido en el que cada cual encuentra su lugar sin perder su libertad.

—El problema de los referentes clásicos—continúa Willy—no es la carencia de Platón o Aristóteles, sino la dificultad de traducir esas ideas en la experiencia cotidiana de un joven en conflicto.

Platón habla de la forma, de la justicia, de la razón. Pero si ese lenguaje queda encapsulado en un aula que parece lejana o inhumana, resulta irrelevante para quien ha visto la traición de la autoridad en casa o la fragilidad de las promesas de éxito escolar.

Fray Gilberto toma un cuenco de agua y lo coloca junto a la taza de café. Observa las pequeñas ondas que se forman en la superficie.

—Exacto. Yo intento traer la experiencia de la vida cotidiana al plano de la ética. ¿Qué significa vivir bien cuando el barrio enseña otra lógica? No se trata de convertirlos en discípulos de Sócrates, sino de mostrarles que la pregunta puede ser tan importante como la respuesta. Que no decidir es ya una decisión, y que la responsabilidad empieza en lo pequeño: en respetar el turno, en escuchar sin interrumpir, en sostener a quien está llorando o cansado.

Willy abre su carpeta y señala un esquema de diálogo con jóvenes. Uno de los apartados dice: “Reflexión sobre referentes”. Otro: “Prácticas de responsabilidad compartida”. En la mesa se sierran dos cuadernos con garabatos. Cada trazo es una semilla.

—Hablemos de referentes—dice Willy después de un silencio—. Muchos jóvenes no rechazan a Platón o Aristóteles por la profundidad de sus ideas, sino porque esas ideas no han llegado a lo concreto de su vida. ¿Qué significa para un adolescente que un filósofo antiguo hable de justicia si en su barrio la justicia se negocia entre bandas, si la figura de la autoridad es sospechosa y peligrosa?

Fray Gilberto asiente con un gesto que parece una plegaria silenciosa.

— Entonces traigamos referentes que conecten. No debemos abandonar a los clásicos, pero necesitamos puentes. Podemos presentar la filosofía a través de historias cercanas: la justicia como cuidado del otro, la virtud como constancia en lo pequeño, la prudencia como elegir entre varias respuestas posibles.

Que Platón nos ayude a formular preguntas que hagan sentido en su mundo: ¿Qué significa ser libre cuando la libertad parece una promesa rota? ¿Qué es la belleza cuando la vida cotidiana está marcada por dolor y miedo?

—¿Y la ética del cuidado? —pregunta Willy, con una mirada que ilumina la habitación—. Construir un mundo en el que cada joven pueda decir: “Aquí me importa.” No como cátedra abstracta, sino como práctica diaria: acompañar, escuchar, sostener, reclamar lo correcto sin perder la dignidad.

La conversación se despliega con la paciencia de una vela que arde sin prisa. Hablan de la necesidad de romper el binomio de culpa y condena que suele rodear a quienes han roto leyes o reglas.

Hablan de la misericordia que no anula la responsabilidad, y de la responsabilidad que no exige perfección. Hablan de la idea de un bien común que no está fuera de cada uno, sino que se teje en la relación entre ellos.

Fray Gilberto recuerda una escena de infancia cuando, de pequeño, creyó que la fe era un permiso para callar las dudas. Aprendió, con el tiempo, que la fe no es un muro sino un puente: une lo humano y lo trascendente, lo que se recuerda con lágrimas y lo que se sueña con la esperanza. Que la fe, en su acepción más honda, no niega la angustia, sino la abre a la pregunta que transforma.

Willy propone un ejercicio práctico: una ruta de conversación para familias y jóvenes. El objetivo no es que memoricen conceptos, sino que descubran una forma de pensar que les permita construir su propia brújula. Se proponen tres herramientas simples:

Pregunta generativa: cada encuentro inicia con una pregunta abierta como “¿Qué te preocupa realmente?” o “¿Qué harías si tu miedo tuviera una voz?”.

Narrativa de agencia: pedir a cada joven que relate una experiencia en la que haya tomado una decisión difícil y qué aprendería si la viera desde otra perspectiva.

Puentes prácticos: cada semana, realizar una acción pequeña que beneficie a alguien más; quedaría registrado como un “hábito de cuidado” que se puede revisar en la siguiente sesión.

Fray Gilberto toma nota y añade una dimensión espiritual sin dogmas rígidos: la idea de la gratuidad y la interdependencia. No se trata de imponer una fe, sino de enseñar a abrirse a la trascendencia como experiencia de conexión con otros, con el entorno, con la propia historia. La trascendencia no es un argumento para vencer, sino una invitación para sostener.

—La ética sin normas rígidas—dice Fray Gilberto—. En la vida real, las decisiones no siempre caben en una teoría. Pero sí hay patrones que emergen cuando miramos al otro con una curiosidad que roza la admiración.

Si un joven se mira al espejo y se pregunta “¿qué soy?”, quizá lo que necesita no es una definición, sino un compromiso: una pequeña promesa que pueda cumplir, una persona a la que no defraudar.

Willy levanta la vista hacia la ventana. El barrio entero parece respirar fuera, con su ruido y su ritmo. En la ciudad, cada rostro es una historia en curso, cada historia una pregunta que pide respuestas que no necesariamente llegan desde las aulas o desde los púlpitos.

—Podemos enseñar a vivir con tensión—continúa Willy—. Porque la vida es tensión entre deseo y deber, entre libertad y limitación.

La tarea educativa no es proteger a los jóvenes de la realidad, sino prepararlos para navegarla con responsabilidad y compasión. Si logramos que la filosofía se vea como una caja de herramientas para la vida, habremos logrado algo más que conocimiento: habremos sembrado sabiduría.

La conversación se desplaza hacia la idea de referentes vivos. En lugar de venerar a Platón o Aristóteles como ifos cegadores, se propone verlos como modelos de pensamiento: lectores del mundo que enseñan a escuchar, a cuestionar, a buscar condenas que no se sostengan y, sobre todo, a construir puentes entre lo antiguo y lo actual. El diálogo no es substituto de la acción; es la manera de enriquecerla.

Fray Gilberto recuerda una experiencia reciente en la que un joven, llamado Mateo, había negado su identidad durante años para no incomodar a su familia.

En una sesión de diálogo, Mateo halló una forma de decir quién era, sin romper con su historia. Fue un momento de aprendizaje para todos: la filosofía dejó de ser una institución lejana para convertirse en una conversación que cambia vidas. Mateo, incluso en medio de la confusión, encontró una voz que no se calaba en la vergüenza, y aprendió a sostenerla.

—La tarea es humilde—dice Fray Gilberto—. No esperamos que cada joven se convierta en un filósofo, pero sí que descubra que pensar no es peligroso, que dudar no es traición y que preguntar no es impiedad.

La curiosidad puede ser una forma de coraje.

Willy asiente y añade un matiz práctico: la evaluación de progreso no debe centrarse en calificación, sino en el crecimiento de la capacidad de cuidar de otros y de sí mismos. Los jóvenes, a menudo, buscan sentido en la acción que da resultados visibles. Un pequeño acto de responsabilidad, una promesa cumplida, una conversación que evita una mala decisión: todo suma.

—La pregunta crucial—dice Willy—. ¿Qué referencia clásica puede ser cercana a un joven que no confía en las figuras de autoridad? Podemos presentar la idea de Sócrates como un interlocutor que no se impone, sino que pregunta para despertar. Sócrates no tenía respuestas absolutas; tenía un método para obligar a quien lo escucha a examinar sus certezas. Eso puede resonar con alguien que ha aprendido a desconfiar de certezas dadas.

Fray Gilberto sonríe levemente, y su mirada se abre a la habitación como si ahí mismo pudiera haber un mundo entero.

—Y si hacemos que el proceso sea recíproco—añade—. Que cada joven, al enseñar a otro lo que ha aprendido, refuerce su propia experiencia. La transferencia es una forma de humildad: decir “yo también estoy aprendiendo”. En la vida, nadie es dueño de la última palabra; todos somos estudiantes de por vida.

La conversación se extiende hacia la necesidad de comunidades que sostengan a estos jóvenes más allá de los talleres. Se discute la colaboración entre familias, escuelas, parroquias y centros de rehabilitación.

La idea es crear una red de apoyo que funcione como una orquesta: cada instrumento tiene su timbre, su ritmo, su función, pero la armonía solo llega cuando todos se coordinan sin perder su voz.

Fray Gilberto propone un método de seguimiento: sesiones cortas, de 30 minutos, cada dos semanas, con preguntas que inviten a la reflexión sin juzgar. Willy sugiere talleres para las familias, para que aprendan a escuchar y a sostener sin instrumentalizar la fe ni la moral en función del comportamiento del joven.

Ambos acuerdan que el objetivo es construir una narrativa compartida de crecimiento: una historia que permita a cada joven ver su vida como posible, donde el dolor no sea el último capítulo.

En el cierre de la mañana, ambos quedan de acuerdo en una idea central: la juventud pesimista y desorientada no nace del vacío; nace de la desconexión entre la vida que se tiene y la vida que se sueña.

Los referentes clásicos no deben verse como un archivo glorioso ajeno a la realidad, sino como un idioma antiguo que puede ser traducido al lenguaje de la experiencia diaria.

La filosofía, entendida así, deja de ser una colección de axiomas y se convierte en una herramienta práctica para vivir. Y vivir, en su forma más verdadera, exige una mezcla de coraje, responsabilidad y ternura.

Salir del centro comunitario significa volver a un barrio que ya conoce. El murmullo de la ciudad continúa, pero Fray Gilberto y Willy caminan con una ligera certeza: no se trata de convertir a cada joven en un discípulo de la filosofía, sino de acompañarlos para que descubran en su propia historia un sentido que valga la pena sostener.

No es la conquista de la verdad absoluta lo que buscan, sino una brújula que funcione en medio del ruido, una forma de mirar que permita distinguir entre lo urgente y lo importante, entre el ruido de la calle y la música de la vida que se va tejiendo.

En la despedida, se prometen volver a conversar con otros jóvenes, con familias y con educadores, para continuar explorando preguntas y construyendo puentes. Porque, en palabras de Fray Gilberto, la vida de cada joven puede convertirse en una pregunta que invite a la vida; y, en palabras de Willy, la ética del cuidado puede convertirse en una práctica diaria que haga posible una existencia más humana.

Así, en la frontera entre lo antiguo y lo reciente, la reflexión se teje con la paciencia de quienes han aprendido a mirar más allá de la superficie.

No para negar la realidad de la violencia o la frustración, sino para abrirla a la posibilidad de una trasformación que, aunque modesta, es real. Y en esa posibilidad, los referentes clásicos no mueren: se reinventan cada día en la conversación, en la escucha, en el compromiso compartido de buscar lo mejor para cada joven que atraviesa un camino áspero, pero no imposible.

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