Nuestra profunda conversación nació en el corazón de Italia, en una tarde luminosa que parecía estar hecha a medida para filosofar. Judith, mi prima cubana que reside en Italia y que, además de ser profesora de canto, conoce cada rincón de este país con la precisión de una guía sensible, fue la brújula de nuestras palabras. Ella, con su voz de soprano en pausa, encendía cada idea y la dejaba respirar, como se deja respirar una nota que quiere alargarse.
Nos reunimos en Italia, yo con mi hijo y ella con su esposo, Fabricio, un italiano que domina el español con una naturalidad que parece un lenguaje compartido por destino. Caminar junto a ellos fue caminar entre melodías: el murmullo de las calles, el eco de una catedral lejana, el tangente de un tren que se va y llega sin prisa. Entre risas y preguntas, el diálogo fluyó como un arpegio suave que se va construyendo paso a paso.
Judith habló de canto con la misma emoción con la que se habla de la vida: desde la respiración que sostiene una nota hasta la paciencia que sostienen las personas cuando el mundo parece cansarse. Ella decía que enseñar canto es enseñar a escuchar el propio cuerpo, a entender que el sonido nace primero en el silencio interior. “El silencio deja espacio para que la voz tome forma”, decía, y esas palabras resonaban en cada esquina de las plazas italianas que pisábamos.
Fabricio, con su español claro y afable, aportaba la tranquilidad de quien sabe escuchar y, a la vez, la precisión de quien entiende el mundo desde dos lenguas. Su guía de turista se convertía en guía de escucha: cada acento, cada modismo, tenía un eco de casa, de un hogar que no está en un solo lugar, sino en la posibilidad de entenderse sin palabras forzadas. Su presencia hizo de la conversación un puente entre culturas, entre la memoria de la Cuba natal y la cadencia mediterránea.
El paisaje italiano, en su diversidad, parecía un coro que acompaña el hilo de la conversación. En las colinas de la Toscana, los viñedos se extendían como pentagramas dibujando líneas de color; en las costas de Sicilia, el mar ofrecía una sinfonía de azules que se oyen con la piel; en Venecia, los canales eran notas que se deslizan entre palacios y puentes. Cada lugar se volvía un escenario para mirar dentro, para escuchar lo que las palabras no dicen y que la mirada sí alcanza a percibir.
La conversación giró en torno a temas esenciales: el amor, la compasión, la memoria y el compromiso humano.
Una cita de Dalai Lama que apareció sin buscarse, como el susurro de un cuaderno abierto, decía que “El amor y la compasión son necesidades, no lujos. Sin ellos, la humanidad no puede sobrevivir.” Esa idea se instaló entre nosotros con la fuerza de una idea que ya no quiere soltarse: la ética de la cercanía, la responsabilidad de cuidar al otro, la obligación de escuchar con el alma tanto como con el oído.
Hablamos de la vida cotidiana, de las rutinas que sostienen a una familia cuando el mundo parece ponerse de espaldas. Judith compartía anécdotas de sus alumnos, jóvenes que llegan a la sala de canto con miedos que se vuelven vibraciones y temores que se transforman en proyectos.
Decía que cada voz es un recuerdo que se atreve a salir de la garganta, una memoria que se atreve a defenderse con el timbre propio de cada persona. Yo escuchaba y, al mismo tiempo, observaba la curva suave de las calles italianas que nos rodeaban, esa arquitectura que parece comprender el trabajo secreto de la voz humana.
En la mesa de un café, el sonido de las tazas, el crujir de una sardina en una lonja o el aroma del expreso se volvieron parte de la conversación. Fabricio sostenía su bebida entre las manos, y su mirada viajaba entre la lengua que debe aprenderse y la memoria que ya está. Comentó cómo la poesía de cada idioma se transforma cuando uno aprende a dominar la pronunciación y la entonación, cómo una misma palabra puede sonar distinta dependiendo del lugar y de la intención. En esas ideas, el diálogo adquirió la cadencia de un canto coral: cada voz, una línea; cada frase, un acorde que se sostiene.
La caminata siguió por paisajes que parecen habitarse con la paciencia de quien sabe que la belleza no es apresurada. Pasamos por una cuesta que regala una vista de montañas y campos, por una plaza que late con turistas y locales, por una calle que huele a pan caliente y a recuerdos. En cada esquina, la conversación asomaba como un poema de Neruda, recordándonos que la vida es un desarrollo de momentos donde la escucha y la palabra se entrelazan para dar sentido a lo vivido.
Judith insistía en la importancia del canto como lenguaje de empatía. Decía que, cuando una persona canta, se abre una ventana interior por donde entra la emoción, pero también se aprende a sostener esa emoción con técnica.
La técnica, en su visión, no es un corsé, sino un instrumento que libera la verdad de la voz. Y la verdad de la voz no es solamente lo que se escucha, sino lo que se siente en el pecho, en la garganta, en el aire que se respira para sostener cada nota. A su lado, Fabricio asentía con la cabeza, como si el español, a la vez que su cultura italiana, le permitiera entender la sinfonía de lo que se dice sin palabras.
Entre las conversaciones, emergía una idea central: la posibilidad de construir puentes entre culturas a partir del arte, de la música, de la conversación honesta. Italia ofrecía su paisaje como un escenario para el encuentro, Cuba como un origen que alimenta la emoción, y España, con su lengua compartida en partes, como un puente adicional para la comprensión. En esa tríada, la familia se fortalecía, no a través de un vínculo aislado, sino gracias a la apertura al otro, a la curiosidad que impulsa a preguntar y a la humildad que acompaña a la respuesta.
Las imágenes de Italia retornan en el silencio que queda después de cada reflexión. La cúpula de una iglesia, la sombra de un columnado, el resplandor de una plaza al atardecer. Todo ello se transforma en un recordatorio de que la vida es un conjunto de escenas, y que cada escena es una oportunidad para escuchar mejor, para sentir más profundamente, para decir menos y decir mejor cuando el momento lo requiera. Porque, al final, estamos aquí para aprender a vivir con más compasión, con más amor, con más presencia en cada encuentro humano.
La caminata terminó en un punto donde el paisaje parecía haberse detenido para permitir que la conversación siguiera viva. Dejamos que el aire de la tarde nos envolviera y, con él, la certeza de que la vida no se escribe solo con palabras, sino con gestos, con silencios compartidos, con el cuidado de los otros.
Judith cerró su intervención con una frase que se quedó grabada entre nosotros: la belleza de una voz no es la perfección, sino la verdad que se revela cuando se canta con el corazón abierto. Fabricio, con su español tranquilo, volvió a confirmar que el diálogo entre culturas es posible cuando se escucha con paciencia y se habla con honestidad.
Este viaje por tierras italianas, empapado de conversación y de música, nos dejó algo más que recuerdos. Nos dejó la convicción de que la vida, como una canción, necesita de varias voces, de distintas procedencias, para que la armonía exista. Y nosotros, una pequeña familia que se ama a través de la diversidad, aprendimos a distinguir entre la forma de cantar y la forma de vivir: ambas requieren entrega, ambas exigen un acto de valentía, y ambas se fortalecen cuando se comparte en un mismo camino.
Así, entre risas, paseos y silencios cargados de significado, seguimos adelante. Porque en Italia, en la voz de Judith, en la claridad de Fabricio y en la curiosidad de mi hijo, descubrimos que el arte de la conversación es, en sí mismo, una forma de canto: una práctica de escuchar, de nombrar lo que sentimos y de sostener la belleza de lo compartido. Y, cuando el viaje continúa, cada paso se convierte en una nota más de una sinfonía social que se construye día a día, en cada ciudad, en cada encuentro, en cada abrazo que nace de la apertura al otro.
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