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El Camino del Monje: un viaje imaginario

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Filosofía y letras, UTIM Abril 04, 2025

Nací un 3 de agosto, en una época donde los ritmos de la vida eran marcados por la fe y la tradición.

Desde muy pequeño, los domingos eran sagrados; las misas familiares, momentos de conexión con lo divino. Recuerdo con cariño mis días como monaguillo, en los que soñaba con una vida de contemplación y servicio.

Mi anhelo de ser monje trapense siempre fue un faro en mi vida, a pesar de que, en mi país, Costa Rica, no existen monasterios trapenses.

Un día, recibí una carta de mi amigo Ernesto Cardenal, poeta y sacerdote, invitándome a visitarlo en la isla de Solentiname, en su querida Nicaragua. Con la esperanza de encontrar un camino hacia mi anhelado deseo, tomé un bote en la ribera del río San Juan. Los campesinos, con sus manos callosas y corazones generosos, me llevaron hasta la casa del Padre Cardenal. 

Al llegar, me encontré con un entorno que respiraba paz. Sentados en una mesa al aire libre, los monjes estaban en un profundo silencio, rezando. En ese instante, sentí que el aire estaba cargado de espiritualidad. El Padre Cardenal me recibió con los brazos abiertos y, con una sonrisa serena, me ofreció un rosario, invitándome a unirme a ellos en su oración.

Fue entonces cuando comprendí que estaba rodeado de figuras ilustres de la vida monástica. Allí estaban San Benito de Nursia, fundador de la orden benedictina, cuyos principios de vida comunitaria y oración resonaban en mi corazón.

Su legado, nacido en torno al 480, se sentía en cada rincón de aquel lugar. Además, conocí a San Mauro de Anjou, un monje cuya vida dedicada a la fe me inspiraba a seguir adelante en mi búsqueda.

Recorrí los rostros de otros santos. San Plácido, quien nació en el siglo VI, y San Sabino de Canosa, nacido alrededor del 515, me recordaban que la vida monástica ha sido un camino recorrido por muchos. Grimbaldo, el monje benedictino y abad de Winchester, que murió en 903, y Notker Balbulus, beatificado en 1512, eran testigos de que la devoción y la entrega trascienden el tiempo.

La Beata Juana María Bonomo, priora del monasterio benedictino de Bassano, Italia, fallecida en 1670, y la Beata Juliana de Collalto, también estaban presentes en mi mente.

Al hablar con ellos, compartí las historias de mi vida, mis alegrías y mis tribulaciones. Les conté que, a pesar de ser un pecador, siempre había buscado la conversión.

La fe en Dios ha sido mi refugio, especialmente en mi niñez, cuando enfrenté dificultades que parecían insuperables. Encontré consuelo en la oración y en la comunidad, aunque en mi país no existían monasterios trapenses.

Mencioné con gratitud a mi hermano espiritual, Marvin Danilo, a quien considero un santo sacerdote. Él ha sido un faro de luz en mis momentos oscuros, guiándome con su amor y sabiduría.

También hablé de Pepe, un amigo espiritual cuya generosidad me ha enseñado el verdadero significado de la fraternidad. Su apoyo incondicional ha sido un pilar en mi vida. En medio de esta conversación, San Plácido me miró con curiosidad. Me preguntó si el deseo de ser monje persistía en mí. Le respondí que sí, que nunca se había apagado.

 A través de estas interacciones, sentí que cada uno de esos monjes comprendía mi lucha. En su mirada había compasión, y en sus palabras, una invitación a seguir adelante. “La vida monástica es una búsqueda constante de la verdad”, dijo San Benito, y comprendí que mi deseo de ser monje no era un capricho, sino una llamada profunda. 

Reflexionando sobre mi vida, entendí que cada experiencia, cada desafío, me había llevado a este momento. La vida casi monástica que había llevado en Costa Rica me había preparado para este encuentro.

Allí, bajo el cielo de Solentiname, comprendí que el camino hacia la conversión y la salvación de mi alma era un viaje que valía la pena emprender.

La conversación se convirtió en un intercambio de historias y enseñanzas. Hablamos de la importancia de la comunidad, del silencio y de la oración. “La soledad puede ser un refugio, pero la comunidad es un camino hacia Dios”, compartió San Mauro, mientras todos asentían con la cabeza.

“Rezar es un acto de amor”, añadió Notker Balbulus. Sus palabras resonaron en mi corazón, y sentí que cada rezo que había pronunciado en mi vida había sido un susurro de mi alma buscando conexión con lo divino.

Era evidente que la vida monástica no se trataba solo de renunciar al mundo, sino de encontrar una profundidad en la vida que muchos pasan por alto.

La sabiduría de los monjes me hizo reflexionar sobre los sacrificios que uno debe hacer para vivir en plenitud. “El sacrificio es un camino hacia la libertad”, dijo la Beata Juana María Bonomo, y esa afirmación caló hondo en mí.

 La tarde avanzó, y con cada palabra, mi deseo de ser monje se fortalecía. Había algo hermoso en la simplicidad de su vida, en la devoción que mostraban. “Cada día es una nueva oportunidad para acercarse a Dios”, comentó San Plácido, y sentí que su sabiduría iluminaba mi camino.

La velada terminó, pero la conversación continuó en mi corazón. Sabía que el deseo de ser monje era más que un sueño; era una vocación. La vida en comunidad, la oración y el servicio eran el núcleo de mi anhelo.

En mi regreso a Costa Rica, llevaba conmigo no solo el rosario que me había dado el Padre Cardenal, sino también una renovada esperanza. La vida monástica no era una meta lejana; era un camino que podía empezar en cada momento, en cada decisión diaria. 

Reflexionando sobre mi experiencia, comprendí que ser monje es un proceso, una forma de vida que se vive en cada acto de amor y de fe. Aunque no haya un monasterio trapense en mi país, mi corazón sigue siendo un templo donde la búsqueda de Dios puede florecer. 

Así, mi viaje imaginario a Solentiname se convirtió en un hito en mi vida. A través de la conversación con aquellos grandes hombres de fe, entendí que el camino al monacato no se limita a una cueva o un convento, sino que puede ser encontrado en la vida cotidiana, en la búsqueda constante de la verdad y la belleza de lo sagrado.

Al final, mi deseo de ser monje no es solo un anhelo personal, sino una invitación a vivir de manera auténtica, a ser un reflejo del amor divino en el mundo. Y así, con el corazón lleno de esperanza, continúo mi camino, sabiendo que la vida monástica puede florecer en cualquier lugar donde haya fe y amor.

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