Solo tenía cinco años, en el año 1978, cuando mis padres me llevaron a la clínica debido a problemas de crecimiento y desarrollo. Un médico, que me atendía, me decía que tenía que buscarlo solo porque él podía "curarme". Según él, tenía un problema en el pene que necesitaba ser tratado. Recuerdo sentirme pequeño y vulnerable, acostado en la camilla, mientras él insistía en que lo nuestro era un "trato" que no debía contar a nadie.
Las noches se convirtieron en un verdadero tormento. Me orinaba en la cama, y por ello recibía castigos brutales. La confusión y el miedo me llevaron a pelear con todo el mundo; no quería saber nada de la vida. Algo extraño me sucedía, pero no podía comprender qué era. Dejé de orinarme en la cama a los 11 años, pero las pesadillas continuaron, atormentándome en el silencio de la noche.
Mi maestra, sin comprender mi sufrimiento, llamó a mi madre y me acusó de ser un "maricón afeminado" que debía ser "enmendado a palo". Así lo hicieron mi padre adoptivo y sus hijos, perpetuando un ciclo de violencia que dejó huellas profundas en mí. Decidí irme del país, huyendo de un pasado que me perseguía. Pasaron muchos años sin que quisiera regresar a Costa Rica; todo lo relacionado con el país me traía dolor y angustia.
Me pregunto, al escuchar a algunos connacionales hablar de Chavela Vargas y su supuesto odio hacia Costa Rica, qué recuerdos la hicieron tanto daño para jamás querer regresar a su patria.
Chavela, con su voz rasgada y su espíritu indomable, es un símbolo de la lucha y el sufrimiento, y yo no puedo evitar pensar que su rechazo a su tierra natal provino de heridas profundas, similares a las que muchos de nosotros llevamos.
Como ella misma dijo: "Yo no tengo patria; mi patria es el amor." Esta frase resuena en mí, recordándome que a veces el amor y la pertenencia se encuentran más allá de las fronteras geográficas. Chavela enfrentó su dolor y su identidad con valentía, y su música se convirtió en un refugio tanto para ella como para muchos como yo que han sentido el peso de una historia personal cargada de sufrimiento.
Fue solo gracias a la ayuda espiritual de un sacerdote, que además era psicólogo, que empecé a entender que era víctima de abuso sexual. Mediante un proceso de regresión, logré recordar todo lo que había vivido. Este viaje de sanación me enseñó a perdonarme a mí mismo y a los que me hicieron daño.
Como dijo el Dalai Lama: "El perdón no significa que olvidemos o que aceptemos lo que sucedió. Significa que liberamos el peso que llevamos dentro." Aprendí que el perdón es un regalo que me hago a mí mismo, un paso hacia la liberación.
Hoy, puedo mirar hacia atrás y reconocer que esos años de sufrimiento, aunque dolorosos, no definen quién soy. He encontrado en la sanación un camino hacia la paz interior. A través de este proceso, he aprendido que la voz de mi niño interior merece ser escuchada, y que su historia merece ser contada.
La sanación es un viaje continuo, y cada día es una oportunidad para crecer y sanar.
La historia de Chavela Vargas, como la mía, es un recordatorio de que el sufrimiento puede ser transformado en arte, en música, en letras y en una voz que resuena en otros. "No hay que cambiar el mundo, hay que cambiarse a uno mismo", decía Gandhi. Este cambio interno es el primer paso hacia un mundo más compasivo y comprensivo.
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