En otras palabras, para salvarnos, Dios nos ha hecho entrar en una relación íntima con Cristo, al punto que participamos de su propio ser y gracias a ello es que se nos abre el acceso a una comunión vital trinitaria. Esta comunión con el ser de Cristo se realiza de una forma realmente sorprendente, recordemos que entre la naturaleza humana y la divina hay una distancia (por decirlo de alguna forma) insalvable, al menos para nosotros. Acá está lo magnifico, para participar del ser de Dios ha sido Dios mismo quien ha querido participar de nuestra naturaleza humana, esto quiere decir que el vínculo redentor que nos une con la Trinidad de una manera sumamente íntima es nuestra misma naturaleza.
San Ireneo de Lyon hace una relación hermosa de esta teología de la divinización del hombre con Génesis 1,26 donde se dice que Dios nos ha creado a su imagen y semejanza suya. Sugiere el santo que gracias a la Encarnación es que se lleva a cabo de manera perfecta este designio primordial, porque cuando Cristo asume nuestra humanidad, nos hace realmente seres a imagen de Dios, de Dios en la segunda persona de la Trinidad.
¿Y qué con esto? Podríamos preguntar. Para responder se podría decir mucho, me conformo con mencionar que nos abre un panorama antropológico muy especial. Los hombres no debemos aspirar, en nuestro genuino deseo por alcanza una auténtica unión con Dios, a renunciar a aquellos elementos que nos hacen auténticamente humanos (deshumanizarnos), sino que nuestra naturaleza se ha convertido en un lugar teológico, espacio privilegiado de encuentro con Dios. En la encarnación no solo el Verbo se ha hecho carne, sino que gracias a ello ha surgido un intercambio que nos hace partícipes de la vida divina. Con esto claro, comprendemos aún mejor la apuesta que ha hecho y sigue haciendo la Iglesia por el valor ineludible de la persona humana, su dignidad y grandeza. En la Navidad no solo celebramos y recordamos el acontecimiento de la Encarnación, sino que, con él, también celebramos la elevación suprema de nuestra naturaleza humana. Una desconcertante gesta del Altísimo.
[1] Ruiz, L. El don de Dios. Antropología teológica especial. 268