Romero no predicó una espiritualidad evasiva, sino un Evangelio de compasión activa, que consuela al oprimido y desafía al opresor. Un Evangelio que hoy exige ser encarnado en una Iglesia menos temerosa y más fiel a Cristo.
Recordarlo con verdad es profundamente subversivo. Porque Romero no es un ícono neutro. Su vida fue una confrontación frontal con el pecado estructural. Y esa herencia aún incomoda.
La Iglesia no exhibe a los mártires como vitrinas del pasado. Nombrarlos -a Romero y a tantos otros- es discernir cómo se anuncia hoy el Evangelio en medio de regímenes autoritarios, democracias degradadas y una creciente naturalización de la desigualdad. La sangre de los mártires grita. Y quien tiene oídos, escucha.
Romero: hombre de fe
No fue político, pero incomodó más que muchos. No fue ideólogo, pero tuvo una lucidez que desarmó a los poderosos: creyó que el Evangelio es, ante todo, buena noticia para los excluidos. Desde esa fe encarnada, denunció sin titubeos a los verdugos, acompañó a las víctimas y desafió la comodidad de una Iglesia instalada. Fue mártir mucho antes de aquella bala. Su muerte no fue un accidente, sino la consecuencia coherente de su fidelidad. En un país controlado por fuerzas militares y élites económicas, cada homilía suya era un acto de obediencia evangélica. En tiempos de silencio eclesial, él habló. En medio del exterminio político, dio nombre a los desaparecidos. No fue neutral. Fue pastor.
Romero hoy
En muchos espacios eclesiales persiste la tentación de una fe anestesiada: burocrática, autorreferencial, aferrada a devociones que ya no dialogan con la vida concreta. Romero desmonta ese modelo. Mostró que la Iglesia pierde toda autoridad cuando se encierra en sí misma, y que solo la recupera cuando se atreve a salir —sin cálculo ni privilegios— a la intemperie de la historia, donde el Evangelio duele, incomoda y se juega.
Traducir su legado no es repetir su historia, sino reencarnarla. La exclusión contemporánea tiene otros rostros: el migrante explotado, el trabajador precarizado, el joven relegado por la brecha digital o la desigualdad educativa. El martirio hoy no siempre se escribe con sangre, pero sí con sufrimiento silenciado. Narrarlo exige nuevas gramáticas sin diluir la radicalidad del mensaje.
Nombrar a Romero no es un gesto neutro. Es tomar posición. Su memoria confronta. Su figura es un juicio permanente a todo poder que no escucha el clamor de los olvidados.
Romero instrumentalizado
Hoy, la imagen de Monseñor Romero aparece como telón de fondo en las conferencias del presidente Nayib Bukele. El contraste es revelador. De un lado, un mártir asesinado por denunciar un Estado represivo. Del otro, un gobernante acusado de concentrar poder, violar derechos humanos y cooptar instituciones. Convertir a Romero en símbolo decorativo es despojarlo de su fuerza profética.
La historia está llena de apropiaciones simbólicas: Gandhi, Luther King, Romero. El poder intenta absorberlos, vaciarlos de contenido, volverlos “seguros”. Pero la memoria de los mártires no se deja encapsular. Romero sigue interpelando porque la sangre derramada no miente.
Su legado exige una Iglesia que no se conforme con repartir consuelo, sino que asuma riesgos por justicia. Por eso, su figura es incompatible con el cinismo político y con una fe institucionalizada que evita el conflicto. Romero nos recuerda que el Evangelio no se domestica: se encarna, se arriesga, se vive hasta las últimas consecuencias.
Su legado exige una Iglesia que no se conforme con repartir consuelo, sino que asuma riesgos por justicia. Por eso, su figura es incompatible con el cinismo político y con una fe institucionalizada que evita el conflicto.












