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Primer Domingo de San José

By Charbel El Alam, Monje de la Orden Libanesa Maronita. Enero 31, 2025

Después de la Virgen María, San José es el más grande de los santos en el cielo, según enseña la doctrina católica. El humilde carpintero de Nazaret sobresale en gracia y bienaventuranza por encima de los patriarcas, los profetas, San Juan Bautista, San Pedro, San Pablo, todos los Apóstoles, Santos mártires y doctores de la Iglesia. En todas las plegarias eucarísticas del rito latino, ocupa el primer lugar después de Nuestra Señora.

De manera real y misteriosa, los cristianos de todos los tiempos hemos sido confiados al Santo Patriarca. Así lo expresan las bellísimas letanías de San José, que resumen todas sus prerrogativas: San José, ilustre descendiente de David, luz de los patriarcas, esposo de la Madre de Dios, modelo de los que trabajan, honor de la vida doméstica, guardián de las vírgenes, apoyo de las familias, consuelo de los afligidos, esperanza de los enfermos, patrón de los moribundos, terror de los demonios, protector de la Santa Iglesia...

Aparte de María, no podemos dirigir tantas alabanzas a ninguna otra criatura. La Iglesia entera reconoce en San José a su patrón y protector. Este patrocinio es necesario para la Iglesia, no solo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo, como fuerza en su esfuerzo renovado de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos países donde la religión y la vida cristiana fueron florecientes y que ahora están sometidos a una dura prueba.

A lo largo de las siete semanas en las que nos preparamos para su fiesta, renovemos y enriquezcamos esta devoción y pidamos muchas gracias y ayuda al Santo Patriarca. Son momentos para acercarnos más a él, para tratarlo y amarlo.

“Ama mucho a San José. Ámalo con toda tu alma, porque, después de Jesús, es la persona que más amó a María. Él fue el más cercano a Dios: quien más lo amó, después de nuestra Madre. Merece tu afecto, y para ti es bueno tratarlo, porque es un Maestro de vida interior y puede mucho ante el Señor y ante la Madre de Dios”.

Aprovechemos especialmente en estos días su poder de intercesión, confiándole todo lo que nos preocupa y necesitamos. Después de María, nadie estuvo más cerca de Jesús que San José, quien le hizo de padre aquí en la tierra. Después de María, nadie recibió una misión tan singular como la suya; nadie lo amó más, nadie le prestó más servicios. Nadie más estuvo tan cerca del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Participó en él junto con María, comprometido en la realidad del mismo acontecimiento salvífico, siendo el depositario del mismo amor por el cual el Padre eterno nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo.

El alma de José debió ser preparada con dones singulares para llevar a cabo una misión tan extraordinaria como la de ser el fiel custodio de Jesús y de María. ¿Cómo no iba a ser excepcional la criatura a quien Dios confió lo que más amaba en este mundo? El ministerio de San José fue de tal importancia que todos los ángeles juntos no sirvieron tanto a Dios como lo hizo el justo José en solitario.

San José participó de la plenitud de Cristo de manera más excelente y perfecta que los Apóstoles, porque participaba de la plenitud divina en Cristo: amándolo, viviendo con Él, escuchándolo, tocándolo. Bebía y se saciaba de la fuente sobreabundante de Cristo, formando en su interior una fuente que brotaba para la vida eterna. Participó de la plenitud de la Santísima Virgen de manera particular: por su amor conyugal, por su mutua sumisión en las obras y por la comunicación de sus consolaciones interiores.

La Santísima Virgen no pudo consentir que San José quedara privado de su perfección, su alegría y sus consuelos. Por la presencia de Cristo y los ángeles, Santa María disfrutaba de gozos ocultos a todos los mortales, y los comunicaba a su amadísimo esposo, para que en medio de sus trabajos tuviera una consolación divina y, así, por esta comunicación espiritual con su esposo, la Madre intacta cumplía el precepto del Señor de ser dos en una sola carne.

Cuando Dios elige a alguien para una misión muy elevada, le concede todas las gracias necesarias para llevarla a cabo. San José cumplió su propia misión, que consistió en preservar la virginidad de María contrayendo con ella un verdadero matrimonio santo y virginal. “El Ángel del Señor le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo”. José amaba a María con un amor puro y delicadísimo. Veló siempre por Jesús, lo protegió, le enseñó su oficio, contribuyó a su educación...

Se le llama su padre nutricio y también padre adoptivo, pero estos nombres no pueden expresar plenamente su relación misteriosa y llena de gracia. Un hombre se convierte accidentalmente en padre adoptivo o nutricio de un niño, mientras José fue creado y puesto en el mundo para este propósito; fue el primer objeto de su predestinación y la razón de todas sus gracias. Esta fue su vocación, y respondió a ella con fidelidad. Podemos meditar hoy junto al Santo Patriarca sobre la vocación que hemos recibido nosotros también y sobre las gracias continuas que el Señor nos concede abundantemente para vivirla fielmente.

No olvidemos nunca que cuando Dios llama a hacer algo, otorga las gracias convenientes. Por eso, es bueno cuestionarnos si surge la duda cuando encontramos dificultades para llevar a cabo lo que Dios quiere de nosotros. Preguntémonos: ¿Supero las dificultades apoyándome en Dios a ejemplo de San José?

“Como lo has visto claramente: Dios ha puesto sus ojos en ti, mientras tantos no lo conocen. Quiere que seas un cimiento, una piedra de fundamento sobre la que se apoye la vida de la Iglesia. Medita bien esta realidad, y de ella sacarás muchas consecuencias prácticas para tu conducta ordinaria: el cimiento, la piedra de fundamento -tal vez oculta y sin brillo-, debe ser sólida, sin ningún elemento de fragilidad; debe poder sostener el edificio…, de lo contrario, quedará aislada”.

San José, que fue como una piedra de fundamento sólido sobre la que descansaron Jesús y María, nos enseña hoy a ser firmes en nuestra propia vocación, de la que dependen la fe y la alegría de tantas personas. Él nos ayudará a ser siempre fieles si recurrimos con frecuencia a su generoso patrocinio.

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