Después de la Resurrección y durante unos cuarenta días, en la frontera entre el tiempo y la eternidad, para decirlo de algún modo, Jesús se les presentó a sus Apóstoles y discípulos, apareciéndoseles con frecuencia y “dándoles muchas pruebas de que vivía”, nos informa San Lucas (Hch 1,3). Llegó el día de la Ascensión y Jesús tuvo con ellos una comida de despedida. En ese clima de amistad y fraternidad, el Maestro les mandó que no se alejaran de Jerusalén y que esperaran ahí el cumplimiento de la promesa, la venida del Espíritu Santo. Los Apóstoles no acababan de comprender y entonces le preguntaron: “Señor, ¿es en este momento cuando vas a establecer el reino de Israel?” (Hch 1,6). Todavía pensaban en un establecimiento del reino mesiánico como una restauración temporal de la realeza davídica.
Es lo que podemos considerar la tentación constante de todos nosotros, la tentación de la “miopía humana” que siempre tiende a rebajar a nivel de las propias medidas visibles, mundanas, la acción de Dios y de su reino. Es la tentación de apropiarse del poder salvífico de Dios, apropiarse de su “gracia”, en definitiva, en favor de los propios proyectos y del propio éxito terreno.
Esta vez Jesús no reprocha a los suyos, sino que no tomando la pregunta en su sentido literal, la eleva y la sitúa en el contexto de la entera historia de la salvación, en que Dios tiene obviamente “su tiempo y su momento”. Y desde ahí les contesta: “No toca a ustedes conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad” (Hch 1,7), para añadirles: Lo que les corresponde a ustedes es recibir la “fuerza del Espíritu Santo” para que sean “mis testigos” en Jerusalén, en toda Judea y Samaria (cfr. Hch 1,8).
A los pocos días, estando los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, “de repente vino del cielo un ruido como de una ráfaga de viento impetuoso y todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hch 2,3). El Cenáculo se abre de par en par, y desaparecido todo temor, los Apóstoles revestidos del “poder de lo alto”, empiezan su obra evangelizadora, que desde entonces se ha ido prolongándose a través del tiempo y del espacio, acompañada por prodigios y milagros, bañadas por la sangre de miles y miles de mártires, y que seguirá irradiándose hasta los últimos confines de la tierra, hasta “cuando Jesucristo vuelva”, al final de los tiempos. Desde el día de Pentecostés, el Espíritu Santo sigue siendo el soplo o viento fuerte que abre las puertas de todos nuestros “cenáculo, de los que han podido cerrarse por cualquier tipo de miedo o de cálculo humano, para que la Iglesia siga lanzándose más allá de las propias fronteras, hacia los “otros”, hacia las más alejadas periferias.
El “poder de lo alto”
El Espíritu Santo es pues el “poder de lo alto” que hace caer las barreras de todo tipo, y que por otra parte, siempre tenemos la tentación de ir levantando. Él es el verdadero protagonista de la misión, como aparece en el mismo relato de los Hechos de los Apóstoles que justamente podemos considerar la primera historia de la Iglesia y entonces de las misiones.
Cuando los Apóstoles parecen resistirse a ir más allá de su mundo religioso y cultural, el mundo de las tradiciones judías, es el Espíritu Santo quien prepara y casi fuerza su acción con la conversión del centurión romano (cfr. Hch 10). Es con su iluminación que la Iglesia primitiva comprende que no debe imponer a los convertidos del paganismo, las tradiciones hebreas (cfr. Hch 15). Siempre es el Espíritu quien guía a los heraldos del evangelio a territorios y a pueblos, inclusive a veces hasta en contraste con lo que ellos hubiesen programado, como cuando Pablo y sus compañeros habían proyectado ir a evangelizar a la gente de Bitinia (en la actual Turquía), sin embargo el Espíritu Santo “se lo impidió” (Hch 16,7). Desde la época apostólica hasta nuestros días, siempre gracias a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia se va haciendo la Casa en donde todos podemos entrar y sentirnos a gusto, conservando la propia identidad cultural y las propias tradiciones siempre que no estén en contraste con el Evangelio.
Disponibles al Espíritu
San Pablo VI, precisamente en virtud de estas convicciones escribió: “No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo (Evangelii Nuntiandi, 75) . San Juan Pablo II en plena sintonía con su predecesor escribió: “El Espíritu Santo es también para nuestra época el agente principal de la Nueva Evangelización. Será entonces importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a todos los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana, las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos” (Tertio Millenio Adveniente, 45).
Ser misionero, cada cual según su propia vocación, es posible solo en la medida en que nos vayamos “espiritualizando”, es decir, con que nos vayamos haciendo disponibles a la acción del Espíritu Santo para ser sus colaboradores. El mismo Papa Francisco en su escrito programático Evangelii Gaudium nos escribió: “¡Como quisiera las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación sería suficiente, si no arde en los corazones el fuego del Espíritu Santo. En definitiva, una evangelización con espíritu es una evangelización con Espíritu Santo ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora” (261)
Entonces, en sintonía con cuanto acabamos de escuchar de nuestro Papa Francisco, conviene recordar una convicción profunda de San Pablo VI cuando afirmaba que “la Iglesia para ser evangelizadora guiada por el Espíritu Santo, debe considerarse a sí misma como destinataria de la evangelización. Una Iglesia evangelizadora porque evangelizada y esto por obra del Espíritu Santo. Una comunidad de creyentes, comunidad de esperanza y vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar, de parte del Espíritu Santo, lo que debe creer, las razones para esperar el mandamiento nuevo del amor” (Evangelii Nuntiandi, 15).
San Basilio, uno de los padres de la Iglesia más conocidos, ha iluminado con la imagen del cristal lo que puede significar hacerse disponible a la acción del Espíritu Santo, es decir a “espiritualizarse”. Él escribió: “Hay cuerpos muy transparentes, muy nítidos, que al contacto de un rayo se hacen ellos también muy luminosos y emanan de sí nuevo brillo, así las almas que tienen en sí al Espíritu, que son iluminadas por Él, llegar a ser también ellas santas y reflejan la gracia sobre los otros”. Estos son nuestra vocación y nuestro compromiso “hacernos nítidos”, para que el Espíritu pueda irradiarse, tocar, iluminar a tantos hermanos y hermanas nuestros que todavía “andan en sombra de muerte””.
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