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“Juré consagrar toda mi vida”

By Mons. Vittorino Girardi Stellin, mccj. Noviembre 23, 2022

El amor sin límites del Padre, ha sido la razón profunda del envío de Jesús, Palabra eterna de Dios, y con su envío, el tiempo ha llegado a su plenitud (cfr. Gál 4, 4): “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo unigénito […] y no lo ha enviado para juzgar al mundo, sino, para que el mundo sea salvo por Él” (Jn 3, 16-17).

En la fuerza del amor de Dios Padre, que se desborda en el mundo sobre toda la humanidad, Jesús se siente a sí mismo, ante todo, como el Enviado. Es el “envío del padre, por amor” lo que ha constituido la identidad profunda de Jesús y, entonces, el claro contenido de su conciencia.

Ha sido sobre todo, el cuarto evangelista, San Juan, el que ha puesto en su plena luz, esta dimensión constitutiva del sobreabundante misterio de Jesús. De una manera directa o indirecta, al menos unas cuarenta veces, el Evangelio de Juan se refiere a Jesús como “el Enviado” y, toda su actividad, desde la vida oculta en Nazareth hasta el “todo está cumplido” de su agonía en la Cruz, es un prolongado acto de fidelidad a las exigencias del envío… Jesús oraba, y oraba mucho, como bien lo sabemos, pero Él no es un “contemplativo puro” que organizara su vida diaria en función de la oración y la contemplación. Jesús ayunaba y,  veces, ni tenía tiempo para comer, pero Jesús no es un asceta, ni un penitente como lo podían hacer pensar San Juan Bautista, o los esenios, sus contemporáneos. La gente lo buscaba y lo apremiaba para que Jesús cumpliera milagros, pero Él no había venido para eso, y a veces, literalmente se “escapaba” de quienes le buscaban para presenciar algún milagro.Si Jesús ora y, a veces, le dedica a la oración la noche entera; si se somete a duras penitencias, si cumple milagros… todo lo realiza y todo lo lleva a cabo con extrema fidelidad, como lógica exigencia de su identidad de Enviado, de Misionero del Padre. Lo que polariza, unificando y dando sentido a toda actividad, lo que Él anuncia, y lo que Él va realizando durante los muy breves años de su vida pública, es su incondicional fidelidad a todas y las sorprendentes exigencias de haber sido enviado. Ese es el “celo que lo devora”, la pasión por la misión recibida.

 

El espíritu misionero de Comboni

 

Cuando el padre Ismael, director de nuestra Esquila Misional, me ha sugerido como tema para el mes de octubre, el espíritu misionero de Comboni, espontáneamente he vuelto a las reflexiones que acabo de redactar. El “espíritu misionero”, no es un elemento más de la personalidad y de la espiritualidad de nuestro Santo Fundador; el espíritu misionero es su más profunda identidad. Corresponde a lo que impulsó al Card. Massaya, quien conoció y hospedó, en París, a Comboni en 1865, cuando éste era un joven misionero de treinta y cuatro años, que escribiera: “Se encuentra conmigo el sacerdote D. Comboni. La llegada de este sacerdote me ha edificado; y su celo por la conversión de África es una lección que Dios me ha enviado, y de la cual me comprometo a sacar provecho. Yo me había dedicado a la salvación de los Galas (él se refiere a una etnia muy numerosa de la actual Etiopía), y pensaba haber logrado algo, sin embargo, he encontrado un corazón mucho más grande, que lleva el peso de toda el África y que quisiera verla toda convertida. Si no fuera más que por esto, a saber, por su esfuerzo que es tan sublime y apostólico, forzosamente hay que admirarle y venerarle”.

Más adelante, en el mismo informe al Card. Barnabó, Prefecto de la entonces Congregación de Propaganda Fide, le confirma que el joven Daniel Comboni, “está destinado a ser modelo de misionero”.

Son afirmaciones que más nos sorprenden, cuando sabemos que el Card. Masaya era un hombre dispuesto a conceder a los demás, sólo lo que se permitía concederse a sí mismo, es decir… nada. Sus palabras en favor de Comboni corresponden pues, a lo que él realmente experimentaba y pensaba.

Los hechos que se fueron dando, y la fecundidad del carisma comboniano, han confirmado que el Card. Masaya, había acertado. Por otras fuentes y testimonios, conocemos la sorprendente “personalidad” de Comboni. Dotado de una voluntad férrea, nunca dudando de las propias razones en favor de sus proyectos, libre del todo de timidez… lograba que se le abrieran todas las puertas y siempre con la mirada fija en sus ideales apostólicos. En Roma, en las capitales europeas, en África, y en donde fuera, no se le excluye de ningún ambiente, y en cualquier circunstancia muestra una extraordinaria capacidad para encontrarse con cualquier interlocutor: él, siempre es Comboni, y siempre goza de libertad y de coraje para presentar y defender la razón y la pasión de su vida, la evangelización del África Central.

 

Guiado por el Espíritu

 

San Pablo, en su carta a los Romanos, describe la vida cristiana, como una existencia impulsada y guiada por el Espíritu Santo: “todos cuantos se dejan guiar por el Espíritu de Dios, hijos son de Dios” (Rm 8, 14).

Comboni, después de un prolongado y, en algún momento, doloroso discernimiento, afirma que el mismo Espíritu le había otorgado el carisma de la vocación misionera, de modo que, desde entonces no podía considerar su vida, sino, como un prolongado e incondicional acto de fidelidad a su extraordinaria vocación… Dios en Ur llamó a Abraham y le dijo: “sal de tu tierra, hacia una tierra que yo te mostraré”. Y Comboni, como Abraham, “se puso en camino, sin saber a donde iba, en pura fe” (Heb 11, 8). El suyo, fue un caminar, aunque no muy largo (¡morir a los 50 años, no es un morir de anciano!); y fue un caminar de sorpresa en sorpresa. Particularmente en los últimos cuatro años, ya como primer obispo de la muy extensa África Central, las sorpresas superaron toda expectativa y todo posible cálculo humano… Comboni no retrocede, y ahora somos nosotros los sorprendidos, cuando nos enteramos de que él pedía a su amigos que le ayudaran pidiendo a Dios, más cruces para que éstas marcaran su camino con inesperados frutos, e inclusive, triunfos. Y a la vez él declaraba, una y otra vez, que si tuviera “mil vidas”, todas las gastaría por amor a su amada esposa, África.

A ella le había jurado fidelidad, con el entusiasmo de un joven de aún no dieciocho años. Él mismo nos narra: “fue en enero de 1849, cuando, siendo estudiante de filosofía, juré a los pies de mi venerado superior, don Nicolas Mazza, consagrar toda mi vida al apostolado del África Central, juramento al que, con la gracia de Dios, nunca he faltado por el variar de las circunstancias, y desde aquel momento sólo pensé en prepararme para tan santa empresa” (E. 4083).

El segundo y solemne juramento de fidelidad hasta la muerte, fue el de 1858, en la lejana y malsana misión de Santa Cruz, en Sudán del Sur, al lado de Don Oliboni, ya casi en agonía. Este misionero, de sólo 33 años, con la poca fuerza que le quedaba, pidió a sus compañeros: “aunque quede uno solo de ustedes, jure que va a ser fiel a nuestra misión”. Comboni, entonces de 27 años, aunque muy débil por los repetidos ataques de la fiebre, renovó, ahora con aún más clara comprensión, su juvenil juramento de hacía unos diez años. La conciencia de lo que había significado ese juramento delante de Dios y en compañía con los misioneros de su primera expedición a África, fue guiando todo su heroico compromiso misionero.

Ha sido entonces del todo lógico, que cuando se acercó para el mismo Comboni el momento de su entrega definitiva, el 10 de octubre de 1881, sintiendo ya muy próximo el encuentro definitivo con Cristo, tomara la mano del joven clérigo Juan Dichtl, que estaba a su lado asistiéndole, y le “ordenara”: “jura que vas a ser fiel a tu vocación misionera, hasta la muerte”.

Juan Dichtl fue fiel a su juramento, continuó andando su camino en la senda abierta por la fidelidad de Comboni a la vocación misionera que el Espíritu le había suscitado, como lo intentamos, día tras día, los que consideramos a Comboni nuestro padre y fundador.

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