En los últimos años de mi presencia en la diócesis en la cual el Papa Juan Pablo II me había destinado, con cierta frecuencia me encontraba repitiendo, en la Catedral y en otros lugares y circunstancias: “no quiero vivir engañado ni engañar. Es tan consolador vivir en la verdad y por la verdad, particularmente en esta época con tantas extrañas y falsas propuestas”.
Aún hoy me viene a la memoria la experiencia del joven San Agustín, quien, una vez convertido y bautizado en la noche de Pascua del año 387, se retira a un pequeño pueblo, Casiciaco, en el norte de Milán, y allá se dedica a la reflexión porque… “no quiere vivir engañado”. Y una vez encontrado el camino no quiere desviarse de él. Él ya sabe mucho, pero le interesa, sobre todo, conocer y como adueñarse de lo fundamental, de lo verdadera y únicamente imprescindible. Empieza entonces sus escritos (Soliloquios) con una pregunta e imagina que es la misma filosofía quien se la dirige: “Agustín, ¿qué quieres saber?” Y él le contesta: “A Dios y a mí mismo”. “¿Nada más?”, le insiste la filosofía. “¡Nada más!”
Dios y el hombre
Hay otra mística y doctora de la Iglesia, Santa Catalina de Siena, que manifiesta como una “divina obsesión” para conocer la verdad de sí misma. Y escribe: “Dios mío, espejo mío, se me diera a conocer mi humanidad en tu divinidad, y a tu divinidad en mi humanidad”. Ella tiene presente la siempre sorprendente afirmación bíblica: “Y dijo Dios, hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza” (Gén 1, 26). Si así es, significa que Dios se ve a sí mismo en su imagen que es el hombre y a su vez que el hombre se ve y se entiende a sí mismo sólo si se ve y se contempla en Dios. Con otras palabras, sólo en Dios y desde Dios cabe iluminar el misterio del ser humano. Análogamente a cuanto acontece para toda imagen: ella tiene sentido y es comprensible sólo por su referencia a la realidad de la que es imagen. Así el hombre: se entiende a sí mismo sólo por referencia a Aquél que es Su modelo.
De aquí brota una inmediata y espontánea consecuencia, a saber, que todo discurso en torno a Dios, es también discurso acerca del hombre y que toda celebración religiosa, que acentúe uno u otro aspecto del sobreabundante misterio de Dios, es también manifestación del misterio de cada uno de nosotros. Eso es verdad de todas las celebraciones del entero Año Litúrgico, pero lo es de un modo único, asombroso, del período cuaresmal, que desemboca en la cumbre de todas las celebraciones cristianas, la Pascua de Resurrección.
Todo empieza con el rito austero de la imposición de la ceniza, enfatizando su sentido, con la expresión: “polvo eres y al polvo volverás” (Gén. 3, 19).
Y, sin embargo, toda la Cuaresma es un largo canto al amor que Dios nos tiene. Día tras día, semana tras semana, “se nos invita a comprender que no es el pecador que vuelve a Dios, para pedirle perdón, sino que es Dios mismo -como diría el santo cura de Ars- el que corre tras el pecador (polvo) y hace que vuelva a Él”. De ese modo la Cuaresma es una prolongada contemplación del corazón traspasado de Jesús, lleno de esa infinita misericordia que como torrente desbordante -nos dice otra vez el cura de Ars- nos va arrastrando a su paso.
Llegamos así al viernes santo, en que se nos ofrece la extrema paradoja de Dios y del hombre: en el ocultarse la grandeza de Jesús, “verdadero Dios y verdadero hombre”, en la extrema humillación de la cruz, se revela toda la auténtica grandeza y valor del hombre. Contemplándole a Jesús en la Cruz, asombrados, descubrimos nuestra excelsa dignidad. “¡A qué precio han sido comprados!” les escribía san Pablo a los Corintios. “No con oro o plata corruptibles”, leemos en la primera carta de San Pedro- “sino, con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin defecto ni mancha” (1 Pe 1, 19).
El camino cuaresmal
Con tono que pareciera autobiográfico, San Pablo en su Carta a los Romanos escribe: “En realidad apenas habrá quien dé su vida por un justo, quizás por un bienhechor se exponga alguno a perder su vida… pero Dios nos demuestra el amor que nos tiene en el hecho de que, siendo todavía pecadores, murió Cristo por nosotros […] siendo enemigos, hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo; con cuánta más razón, después de reconciliados, encontraremos la salvación en su vida” (Rom 5, 7-10).
El camino cuaresmal nos lleva pues, al fondo de toda realidad, al origen de todo, que es el Amor de Dios manifestado en Cristo, quien “habiéndonos amado nos amó hasta el extremo” (Jn 13, 1) haciendo que el “polvo” que somos sea “conglorificado” con Cristo, escribe san Pablo, porque fue “divinizado” por la muerte y resurrección de Cristo.
A los pocos días de la Pascua, será precisamente la experiencia de todo esto a que hemos hecho referencia, que impulsará a los apóstoles a gritar: “No podemos callar lo que hemos visto y oído” (Hech 4, 20) y a sentirse felices y gozosos porque “habían sido juzgados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús” (Hech 5, 41).