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Yo seré el amor

By Mons. Vittorino Girardi S. Octubre 29, 2021

Tengo aquí delante un volumen de… 690 páginas en que, en su momento, se recogieron y publicaron todas las intervenciones y testimonios que tuvieron lugar en el Congreso Nacional de Misiones, celebrado en Burgos (España) entre el 18 y el 21 de septiembre de 2003. He vuelto a Él, con cierta frecuencia, y aunque hayan pasado desde entonces, varios años, lo encuentro actual, casi una enciclopedia acerca de la Misión y de la misionología.

No participé en ese congreso, pero amigos míos me aseguraban que la intervención que más atención, impacto y “conmoción”, causó, fue la de la Hna. Japonesa Mitsue Takahara, carmelita descalza que residía en el monasterio de Sevilla.

Estoy viendo el texto que ella usó. Es un “testimonio” en que ella relata con extrema sencillez y plena transparencia, como hablando con amigos, la historia de su conversión y la de su familia japonesa.

Ahora bien, el trasfondo de todo cuanto iba comunicando, era el tema de la fundamental y constitutiva relación entre oración, vida contemplativa y la misión Ad gentes. Ella se dejó guiar por la conocida afirmación de Santa Teresa del Niño Jesús: “En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor”. Es el amor que debe impulsarlo todo en la Iglesia, la vida contemplativa, como todo auténtico compromiso misionero.

La Hna. Mitsue Takahara empezó su relato con una explícita referencia a San Francisco Javier, que llegó a Japón en 1549, y haciendo comprender que el heroísmo misionero de San Francisco Javier y su entrega en la vida contemplativa de carmelita, tienen la misma fuente, a saber, el sentirse amado “hasta el extremo” por Jesús, crucificado y vivo. Y las dos tienen el mismo fin, la salvación de la entera humanidad… y concluía esta introducción suya, diciendo: “cuando pienso en todo eso, no puedo dejar de exclamar: ¡Cuánto bien puede hacer a toda la humanidad, una persona verdaderamente enamorada de Dios! ¡Qué fuerza cobra, para superar todas las dificultades, si uno deja trabajar libremente en su corazón al Espíritu Santo!

 

Oración y misión

 

Jesús mismo, de una manera tan importante que ha quedado registrada en los Evangelios, ha vinculado de una vez para siempre la oración, con el envío misionero. “Por aquellos días -nos informa San Lucas- Jesús se retiró a la montaña para orar y pasó toda la noche, haciendo oración a Dios. Cuando se hizo de día, llamó junto a sí sus discípulos y escogió de entre ellos a doce, a los que puso el nombre de Apóstoles (6, 12-13). Todos bien sabemos, que Apóstol es palabra griega que se traduce por Enviado, Misionero.

Si lo que más define la conciencia que Jesús tenía de sí mismo, era la de sentirse ante todo como el Enviado del Padre (sólo en el cuarto Evangelio, este atributo aparece referido a Jesús cuarenta veces), es del todo lógico que los que lo acompañan de cerca, sean ante todo como Él, Enviados. Nos dice también San Marcos: “Los llamó para que estuvieran con Él y para enviarlos” (3, 14).

Estar con Jesús, orar y ser enviados, son realidades que se coimplican y deben constituir el corazón de toda vocación auténticamente misionera.

El Magisterio pontificio acerca de las misiones Ad gentes, siempre ha manifestado la preocupación para que al apostolado misionero no le falte la “savia” de la oración y de la vida contemplativa. En la que hasta el Decreto Ad Gentes (1965), ha sido considerada la Magna Charta de las Misiones, a saber, la Maximun Illud, de Benedicto XV, de 1919, leemos: “quisiéramos que esta nuestra recomendación de su benemeritísima labor (la de la vida contemplativa), sirviese para infundirles (a contemplativos y contemplativas) nuevos ánimos. Y persuádanse todas de que el fruto de su ministerio corresponderá a la medida del grado de su entrega a la perfección” (16).

No nos sorprende entonces que en la segunda encíclica misionera la Rerum Ecclesiae (1926) de Pío XI, se insista para que se introduzcan en los “territorios de misión”, las distintas formas de vida contemplativa. Los superiores si así hicieran, concluye el Papa, “harían una obra benemeritísima para la conversión de los paganos y nos prestarían a Nos un servicio sobremanera acepto y agradable” (112).

No es aquí el lugar apropiado para recordar las muchas otras exhortaciones al respecto, que nos vienen de los documentos misioneros de nuestros Papas… Me debo conformar con uno más y que tan positivamente sorprendió a nuestros Pastores reunidos en la III Asamblea General celebrada en Puebla (1979). San Juan Pablo II, les recordó una afirmación de San Juan de la Cruz: “Un rato de verdadera oración tiene más valor y fruto espiritual que la más intensa actividad, aunque se trate de la misma actividad apostólica” (DP 529).

Atrevida afirmación que hace recordar lo que leemos en el decreto Perfectae Caritatis del Concilio Vaticano II sobre la Vida Consagrada. En su número 7 se afirma: “Por mucho que urja la necesidad del apostolado activo, los Institutos que se ordenan integralmente a la contemplación (con una vida de silencio, oración y penitencia) mantienen siempre un puesto eminente en la Iglesia”.

 

Convicciones necesarias

 

Cuando, hace ya casi veinte años, llegué a Tilarán (Costa Rica) como Obispo, ya llevaba estas convicciones y reconozco que causé una fuerte sorpresa, particularmente entre mi clero, cuando propuse, entre las primeras decisiones, la construcción de un monasterio para la vida contemplativa femenina y, a la vez, dando todo mi apoyo a un grupito naciente de monjes que se definían como Ermitaños Penitentes de la Divina Misericordia. Sin embargo, al poco tiempo, todos convinimos en agradecer a Dios la presencia de esos dos “pulmones” que aportaban “oxígeno” sobrenatural para todas nuestras fatigas apostólicas.

Estamos bien conscientes de que se trata de convicciones y necesarias decisiones que nacen de la fe. Es gracias a ellas que San Pablo afirmaba que el “incremento” a nuestra labor, viene de lo alto. “Yo planté, Apolo regó -escribió- pero es Dios quien hace crecer. Por lo tanto, ni el que planta, ni el que riega son algo, sino Dios que da el incremento” (I Cor 3, 6-7).

Quienes se dedican enteramente a la vida contemplativa, no ven casi nunca los frutos de lo que piden en sus asiduas oraciones. ¡Pero no importa! Como lo subrayaba con plena convicción la hermana Mitsue Takahara allá en Burgos. Porque sabe (y nosotros con ellos) que Dios siempre escucha a sus hijos (cfr. Lc 11, 9-13); y como dijo Jesús mismo, “mi Padre siempre trabaja y yo con Él” (Jn 5, 17). Todos juntos, los llamados a la vida contemplativa como los comprometidos en el apostolado directo, todos hacemos nuestra la suprema súplica de Jesús: “Padre, que nadie vaya perdido” (cfr Jn 17, 24).

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