Estar con Jesús, orar y ser enviados, son realidades que se coimplican y deben constituir el corazón de toda vocación auténticamente misionera.
El Magisterio pontificio acerca de las misiones Ad gentes, siempre ha manifestado la preocupación para que al apostolado misionero no le falte la “savia” de la oración y de la vida contemplativa. En la que hasta el Decreto Ad Gentes (1965), ha sido considerada la Magna Charta de las Misiones, a saber, la Maximun Illud, de Benedicto XV, de 1919, leemos: “quisiéramos que esta nuestra recomendación de su benemeritísima labor (la de la vida contemplativa), sirviese para infundirles (a contemplativos y contemplativas) nuevos ánimos. Y persuádanse todas de que el fruto de su ministerio corresponderá a la medida del grado de su entrega a la perfección” (16).
No nos sorprende entonces que en la segunda encíclica misionera la Rerum Ecclesiae (1926) de Pío XI, se insista para que se introduzcan en los “territorios de misión”, las distintas formas de vida contemplativa. Los superiores si así hicieran, concluye el Papa, “harían una obra benemeritísima para la conversión de los paganos y nos prestarían a Nos un servicio sobremanera acepto y agradable” (112).
No es aquí el lugar apropiado para recordar las muchas otras exhortaciones al respecto, que nos vienen de los documentos misioneros de nuestros Papas… Me debo conformar con uno más y que tan positivamente sorprendió a nuestros Pastores reunidos en la III Asamblea General celebrada en Puebla (1979). San Juan Pablo II, les recordó una afirmación de San Juan de la Cruz: “Un rato de verdadera oración tiene más valor y fruto espiritual que la más intensa actividad, aunque se trate de la misma actividad apostólica” (DP 529).
Atrevida afirmación que hace recordar lo que leemos en el decreto Perfectae Caritatis del Concilio Vaticano II sobre la Vida Consagrada. En su número 7 se afirma: “Por mucho que urja la necesidad del apostolado activo, los Institutos que se ordenan integralmente a la contemplación (con una vida de silencio, oración y penitencia) mantienen siempre un puesto eminente en la Iglesia”.
Convicciones necesarias
Cuando, hace ya casi veinte años, llegué a Tilarán (Costa Rica) como Obispo, ya llevaba estas convicciones y reconozco que causé una fuerte sorpresa, particularmente entre mi clero, cuando propuse, entre las primeras decisiones, la construcción de un monasterio para la vida contemplativa femenina y, a la vez, dando todo mi apoyo a un grupito naciente de monjes que se definían como Ermitaños Penitentes de la Divina Misericordia. Sin embargo, al poco tiempo, todos convinimos en agradecer a Dios la presencia de esos dos “pulmones” que aportaban “oxígeno” sobrenatural para todas nuestras fatigas apostólicas.
Estamos bien conscientes de que se trata de convicciones y necesarias decisiones que nacen de la fe. Es gracias a ellas que San Pablo afirmaba que el “incremento” a nuestra labor, viene de lo alto. “Yo planté, Apolo regó -escribió- pero es Dios quien hace crecer. Por lo tanto, ni el que planta, ni el que riega son algo, sino Dios que da el incremento” (I Cor 3, 6-7).
Quienes se dedican enteramente a la vida contemplativa, no ven casi nunca los frutos de lo que piden en sus asiduas oraciones. ¡Pero no importa! Como lo subrayaba con plena convicción la hermana Mitsue Takahara allá en Burgos. Porque sabe (y nosotros con ellos) que Dios siempre escucha a sus hijos (cfr. Lc 11, 9-13); y como dijo Jesús mismo, “mi Padre siempre trabaja y yo con Él” (Jn 5, 17). Todos juntos, los llamados a la vida contemplativa como los comprometidos en el apostolado directo, todos hacemos nuestra la suprema súplica de Jesús: “Padre, que nadie vaya perdido” (cfr Jn 17, 24).