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Viernes, 29 Marzo 2024
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Cuando era adolescente, para Alberto Monge el punk era una manera de expresar su rabia contra el mundo. No era solo la música o la estética del movimiento, él era un promotor de la anarquía y un enemigo de todo aquello que representara para él la opresión de las masas.

Por ende, en su banda, las letras de las canciones arremetían por excelencia contra la Iglesia Católica y la fe cristiana, lo hacían con mofa y desprecio. Los creyentes para él no eran más que un séquito de hipócritas.

“Monseñor: Le escuché a usted en varias ocasiones y le agradezco las luces que siempre nos ha ofrecido. Recuerdo que en el desarrollo de un tema, de paso usted no mostró simpatía, para decirlo de algún modo, hacia las oraciones de liberación de las cadenas generacionales. He tenido la oportunidad de leer algún texto del Padre Fortea al respecto. Todo me resultó útil, pero le pido a usted, Monseñor, su aclaración y se lo agradezco, con la certeza  de que me va a ser de mucho provecho, como también a los lectores del Eco”.

Alejandro Ramírez A. - Heredia

 

Estimado don Alejandro: Desde hace unos sesenta años, más o menos, ha ido difundiéndose en ambientes religiosos, primero entre los no católicos, y luego también entre los católicos, la idea de “ataduras generacionales” o de “maldiciones intergeneracionales” o, simplemente de “cadenas generacionales”. No se encuentra una única descripción o definición de lo que se deba entender con tales expresiones. Sin embargo, con ellas, se quiere afirmar que hay algo más bien indefinible, que provoca en muchos de nosotros, enfermedades, depresiones, tentaciones de suicidio, ruinas económicas, fracasos matrimoniales, alcoholismo, adicciones varias, etc., etc. Y que ese algo, esa fuerza negativa y devastadora tiene su raíz o causa en los pecados de los padres o de los abuelos e inclusive, más allá, en pasadas generaciones de la familia.

Yo mismo he recibido en varias ocasiones, largas oraciones e invitaciones a ritos y gestos, publicadas con la aprobación de algún sacerdote, y todo afirmado como medio eficaz para romper esas cadenas y, deshacerse así, de las supuestas ataduras que se transmiten de generación en generación.

Entre los varios textos bíblicos citados para sostener la existencia de esas supuestas ataduras o “maldiciones”, los más referidos son dos del libro del Éxodo: “Yo Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (20, 5).

“Dios misericordioso y clemente, tardo a la ira y rico en el amor que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes, que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (34, 7).

Sin embargo, hay que leer esos textos y otros semejantes teniendo presente un criterio de máxima importancia. De hecho quien utiliza esos textos para justificar la supuesta existencia de “ataduras intergeneracionales”, olvida lo que, con toda claridad, afirma el Concilio Vaticano II acerca de la Revelación, en su constitución dogmática Dei Verbum (Palabra de Dios). En ella se reconoce y se nos invita a tenerlo bien presente, que la Revelación ha sido progresiva, a saber, se dio por etapas, según una sabia pedagogía divina. La revelación culmina en Jesús… Los textos del Éxodo que acabamos de recordar, no hay asumirlos, pues, en sentido absoluto, sino que ellos refieren lo que el Autor Sagrado pensaba y creía en su época. Con ellos el Autor se refería a una imagen de Dios justo retribuidor. Y esto no nos debe sorprender: Dios como sabio Maestro, siempre ha ido “adaptándose” a lo que el hombre pueda ir comprendiendo en su época y con su particular cultura para llevarlo poco a poco, progresivamente, a la plena verdad.

Nos estamos refiriendo a lo que los Padres de la Iglesia llamaban “condescendencia divina”. Encontramos la prueba de esta afirmación en la misma Sagrada Escritura. Por ejemplo, el profeta Ezequiel, quien insiste particularmente en la responsabilidad personal, afirma con extrema claridad: “Éste [el hijo que vive correctamente] no morirá por la culpa de su padre y sin duda vivirá” (18, 17). “El hijo no cargará con la culpa de su padre, ni el padre con la culpa de su hijo” (18, 20). No se trata de afirmaciones que contradigan los textos anteriormente citados del libro del Éxodo, sino, que se da  “un paso adelante” en la comprensión de la Revelación. Este paso ha quedado confirmado también por el profeta Jeremías en el capítulo 31, 29-30, en que leemos: “Cada uno por su culpa morirá; quien quiera que coma el agras, tendrá la dentera” es decir, deberá asumir las consecuencias de sus pecados; él, no su hijo ni su padre.

La luz plena sobre este punto, nos viene del mismo Jesús. Cuando Él y sus apóstoles se encontraron con un ciego de nacimiento, ellos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús; “Ni él ni sus padres” (Jn 9, 1-3).

Siempre hemos escuchado la frase que nadie, absolutamente nadie, es perfecto, que, por nuestra condición humana, cometemos errores y fracasos, estoy convencido que es así, que siempre tenemos la oportunidad de reinventarnos en mejores personas.

En mi niñez vendí naranjas descalzo a los 6 años, al ser adoptado desde que tenía solo cinco días de nacido, sufrí el maltrato físico y psicológico de quienes eran mi familia adoptiva, nunca entendí por qué me odiaron si era solo un niño indefenso.

Ante tanto maltrato, mis noches eran terribles, llenas de pesadillas, me levantaban de la cama arrojándome agua fría, dándome golpes con los objetos que encontraran… dejé de controlar esfínteres a la edad de 11 años, mis agresores me golpeaban con brutalidad, con absoluta  crueldad, al ir creciendo descubrí que nunca podía ser como ellos, que debía amar y respetar a las personas indefensas. Que era mi deber cuidar de mi madre adoptiva porque ella si me amó y me protegió como mejor pudo hacerlo.

Siempre me ha gustado aprender sobre el niño interior, es hermoso cuando se nos dice que debemos amarnos y sanarnos desde los recuerdos de nuestra infancia.

Fui adoptado cuando solo tenía cinco días de nacido, mi madre adoptiva me amó, me cuidó y me protegió, no así mi padre adoptivo ni mis hermanos, quienes siempre fueron mis agresores más violentos y crueles. Crecí como miedos y con temores, mi casa era un círculo de violencia. Solo contaba con el amor incondicional de mi madre, que sufría violencia por amarme y cuidarme. Mi padre adoptivo enseñó a mis hermanos adoptivos a odiarme y a golpearme, él nunca aceptó mi adopción.

Mi maestra de Kínder sin preguntarme nada, me llevaba a su casa como medio de protección y me introdujo en esa pedagogía del niño interior que debía ser amado y sanado.

Para poder enfrentarse a estas situaciones de alta carga emocional, los niños necesitan experimentar relaciones de confianza sólidas, comprensivas, estables, amorosas, respetuosas y cariñosas.

Unos vínculos que les protejan y acompañen emocionalmente a enfrentarse a las dificultades naturales de la vida, como responsabilidades, situaciones sociales adversas, nuevos escenarios, cambios, etc.

Pero no todos tenemos el acceso a esas relaciones todo el rato o en el nivel que necesitaríamos.

Por ejemplo, puede que los responsables de cuidarnos (padres, maestros, educadores, etc.), estuviesen ocupados, o preocupados y no quisiéramos molestarlos con nuestras historias. O puede que, ellos mismos, no tuvieran las habilidades emocionales para acompañarnos a resolverlas.

Porque en su propia historia de aprendizaje tampoco las tuvieron. Y en otros casos, puede que fueran ellos mismos los que nos criticaban o exigían. Generalmente desde la buena intención de ayudarnos a crecer, pero con un enfoque inadecuado.

Nuestra mente empieza a funcionar igual que de pequeños. Entonces aparecen las ideas infantiles que teníamos en esos difíciles momentos. También nuestros diálogos internos en su forma y contenido. Así como las creencias negativas inconscientes sobre uno mismo, los demás y la vida.

Por ejemplo, imaginemos que hoy en día estamos en un grupo de amigos y  amigas y notamos que no nos hacen caso. Esta situación puede evocarnos experiencias negativas de integración en grupo. Entonces, el pensamiento puede acelerarse tratando de comprender qué está pasando, qué hemos hecho mal, o por qué no nos atienden.

Y comenzamos a buscar soluciones rápidas y desesperadas para evitar el malestar. Generalmente, los niños en situaciones difíciles tienen pensamientos intensos, negativos, de blanco o negro, o catastrofistas.

Esto es lo que se conoce como el pensamiento mágico infantil. Un tipo de pensamiento más intenso y muchas veces no conectado con la realidad. Así hoy, puede que anticipemos o vivamos con mucha intensidad determinadas situaciones.

Igualmente, podemos empezar a decirnos cosas feas a nosotros mismos y tener unos diálogos internos cargados de cierta crítica.

“Claro, es que no tienes nada que decir, es que no soy interesante, atractivo, ocurrente, qué vergüenza, todos lo van a ver, tengo que hacer algo”. O también podemos decirnos: “son tontos, no saben apreciarme, la gente siempre me ignora, en la vida estoy solo”. Estos diálogos infantiles dejan entrever algo muy importante para nuestra autoestima: las creencias infantiles negativas. Es decir, lo que en su momento creímos que éramos y merecíamos, lo que creíamos que era y hacen los demás y la naturaleza misma de la vida.

“Tengo una compañera que en varias ocasiones me ha comentado que ella cree en Dios, que le pide perdón cuando ha fallado en algo y que pide su ayuda y su protección para ella misma y su familia. Me dice que ha llegado a esa conclusión después de haber visto que también en Costa Rica hay varias religiones, varias sectas, que se dicen cristianas y que todos sus jefes o responsables buscan sus intereses, sobre todo de tipo económico. Es por eso que ella prefiere no pertenecer a ninguna religión, pero sin renunciar jamás de pedir a Dios y a ser justa con el prójimo. Algo le comento a esa amiga mía y le animo a que pida luz al Señor para encontrar el camino correcto, sin embargo, Monseñor, me será de mucha utilidad  lo que usted me quiera decir y se lo agradezco de corazón”.

Grettel Martínez V. - San José

 

Estimada Grettel, leyendo su correo, afloró a mi mente aquella antigua afirmación: “no pocos errores se mantienen y se difunden por la parte de verdad que poseen”. Es lo que, una vez más, constatamos en lo que afirma y repite, su compañera. En efecto, en cualquier circunstancia y, entonces, en cualquier religión a la que uno pertenezca, lo que más cuenta, lo realmente determinante es la responsabilidad personal. Quiero evidenciar, que no es la pertenencia a tal o cual religión lo que nos asegura la salvación, sino cómo, cada cual de nosotros da respuesta a esa voz que resuena -como lo afirma el Concilio Vaticano II- en lo profundo de nuestra conciencia y que es la voz de Dios que nos repite, haz esto y evita aquello (cfr. Gaudium et Spes 16).

Concretamente: no es suficiente pertenecer a la religión cristiana católica, para asegurarnos la salvación.

Sin embargo, un vez afirmado esto, hay que tener bien presente que es precisamente, la voz de la propia conciencia la que nos impulsa a buscar la verdad (para eso, el Señor nos ha dado la inteligencia), y así, poder descubrir la verdadera religión en que se nos aseguran los medios más aptos para conocer a Dios y su santa voluntad, para que así podamos libremente adherirnos a Él, con gratitud, confianza y esperanza.

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