Elegida para ser la Madre del Salvador, María ha sido “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante”. En el momento de la Anunciación, el ángel Gabriel la saluda como llena de gracia (Lc 1, 28) y Ella responde: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38).
Para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que Ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios. Preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, María es la “digna morada” escogida por el Señor para ser la Madre de Dios.
Abrazando la voluntad salvadora de Dios con toda su vida, María “colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia”.
Madre de Dios y Madre nuestra, María ha sido asociada para siempre a la obra de la redención, de modo que “continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna”. En Ella la Iglesia ha llegado ya a la perfección, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), por eso acude a Ella como “modelo perenne”, en quien se realiza ya la esperanza escatológica.
La perfecta redimida
La santidad del todo singular con la que María ha sido enriquecida le viene toda entera de Cristo: “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo”, ha sido bendecida por el Padre más que ninguna otra persona creada (cf. Ef 1, 3) y ha sido elegida antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor (Ef 1, 4). Confesar que María, Nuestra Madre, es “la Toda Santa” -como la proclama la tradición oriental- implica acoger con todas sus consecuencias el compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor”.
El amor filial a la “Llena de gracia” nos impulsa a “trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria”, respetando “un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia”.
María y la victoria sobre el pecado
María Inmaculada está situada en el centro mismo de aquella “enemistad” (cf. Gn 3, 15; Ap 12, 1) que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. “Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos los seres humanos”.
Sabemos por la Revelación que el pecado personal de nuestros primeros padres ha afectado a toda la naturaleza humana: todo hombre, en efecto, está afectado en su naturaleza humana por el pecado original. El pecado original, que consiste en la privación de la santidad y la justicia que Dios había otorgado al hombre en el origen, “es llamado “pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído”, “no cometido”, un estado y no un acto.
Y aun cuando “la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente”, comprobamos cómo “lo que la Revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia, pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males”.
La Purísima Concepción -tal como llamamos con fe sencilla y certera a la bienaventurada Virgen María-, al haber sido preservada inmune de toda mancha de pecado original, permanece ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios.
Esta elección es más fuerte que toda la fuerza del mal y del pecado que ha marcado la historia del hombre. Una historia en la que María es “señal de esperanza segura”.












