Homilía en la Novena a Nuestra Señora de los Ángeles. Diócesis de Limón, jueves 24 de julio, 2025.
Amada Virgen de los Ángeles:
Tus hijos del Caribe venimos hasta ti con el alma abierta y el corazón encendido. Desde nuestra querida tierra limonense, rica en cultura, fe y belleza natural, hemos peregrinado una vez más a tu encuentro, con el paso firme de quien cree y la convicción apasionada de quien ama.
Nuestros pies han recorrido el camino con esperanza; nuestros cantos te han llevado en lo alto; nuestros corazones laten al unísono con el fervor de un pueblo que no se rinde, que confía, que espera. No venimos con las manos vacías: traemos lo que somos, lo que vivimos, lo que luchamos. Traemos a nuestra gente, con sus dolores y alegrías, sus luchas y sus sueños.
Esta peregrinación no es solo un gesto externo, es el reflejo de un corazón que busca a su Madre, de una tierra que clama por esperanza, de un pueblo que aún cree que el amor es más fuerte que la muerte y que la fe puede mover montañas.
Por eso, aquí estamos. Como cada año. Como cada generación. Como cada corazón que, aunque cansado, no deja de caminar. Porque sabemos que al llegar hasta ti, Madre, nuestras cargas se alivian, nuestras heridas encuentran consuelo, y nuestras esperanzas renuevan su fuerza.
Quienes han visto o visitado el monte Sinaí, dicen que es un monte abrasado, que “habla” de distintas maneras según la luz del día. Es el escenario impresionante en el que se sitúa el relato del Éxodo, como escuchamos en la primera lectura de hoy.
Es la manifestación de la gloria de Dios en forma de fuego. El texto dice que subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia. Mientras Moisés hablaba, Dios le respondía con el trueno. Fuego, humo y trueno. ¡La escena es de película!
Esta impresionante manifestación de Dios contrasta con la que aparece en el libro Primero de los Reyes, capítulo 19, cuando el profeta Elías lo encuentra no en el viento impetuoso, en el fuego o en el terremoto, sino en la brisa suave, en un susurro casi imperceptible, en el silencio mismo de Dios.
Ambas formas son parábolas para acercarnos al misterio: impresionante y terrible algunas veces, pero también seductor. Dios es, como le gusta decir a los expertos en religión, un misterio “tremendo” y “fascinante” al mismo tiempo.
Porque es tremendo experimentamos el sobrecogimiento que produce su fuerza. Porque es fascinante nos sentimos delicadamente atrapados y seducidos, como quien cae en los lazos del amor.
Estos textos bíblicos, tan bellos e impresionantes, nos ayudan a entender las experiencias de fuerza y fascinación a través de las cuales se nos sigue manifestando hoy el Señor. Como Jesús nos dice en el Evangelio, se nos habla en parábolas porque miramos sin ver y escuchamos sin oír ni entender.
Efectivamente, también, en el Evangelio de San Mateo, capítulo 13, Jesús nos explica la parábola del sembrador. Nos habla de la diferencia que hay entre los que escuchan la Palabra y la comprenden y los que la escuchan pero no la comprenden.
Muchos pensarán que, en este mundo, con tantas “interferencias”, es difícil no sólo comprender, sino el mismo hecho de escuchar. Y esto es cierto, pero los mayores “ruidos” quizá no vengan del exterior, sino que los tengamos en nuestro interior, en nosotros mismos.
Nuestras raíces son débiles, somos inconstantes; el orgullo, el afán de tener, el egoísmo... son zarzas o charrales difíciles de arrancar de nuestro corazón. A lo largo de la vida vamos ganando distintas batallas, pero se nos resiste la lucha que mantenemos en nuestro interior por desterrar esas zarzas o espineros que a veces nos ahogan y no dejan salir lo mejor de nosotros mismos.
Gracias a Dios, en nuestro corazón también hay lugar (y mucho, por cierto), para la tierra buena. Todos tenemos la experiencia de sentir que la Palabra resuena con fuerza en nuestro corazón y nos lleva a entregarnos de verdad.
Es en esos momentos que dejamos a Dios actuar cuando nos sentimos más plenos, es lo que nos anima a reforzar nuestras raíces y a querer desterrar del corazón las piedras y las zarzas que no nos dejan ser nosotros mismos. Ojalá que la semilla sembrada en nuestros corazones dé fruto abundante.
Hoy, venimos con nuestras cargas y nuestras luchas. Venimos con heridas abiertas, con alegrías humildes, con sueños sencillos. Venimos en nombre de los que no pudieron estar aquí: nuestros enfermos, nuestros adultos mayores, nuestros hermanos que sufren en silencio. Tú los conoces, Madre, y te los confiamos.
Llevamos aún en el corazón el eco de tu reciente visita a nuestra diócesis. Fue un gesto de amor, de esos que sólo una Madre puede tener. Y hoy, como hijos agradecidos, venimos a devolverte ese abrazo. Aquí estamos. No hemos olvidado. No nos rendimos.
Pero también venimos a levantar la voz. Porque nuestra tierra está herida. Costa Rica está enferma. La violencia nos carcome. La corrupción ha echado raíces profundas. El narcotráfico se ha apoderado de nuestras calles, de nuestras comunidades, y se lleva por delante la vida de nuestros jóvenes.
La política ha dejado de mirar al pueblo y se ha vuelto juego de intereses y egoísmos. Las redes sociales se han llenado de odio, de insultos, de deshumanización. La mentira, la división y el irrespeto se han vuelto costumbre. Y la indiferencia -quizás el peor pecado de nuestro tiempo- nos vuelve ciegos ante el dolor de los demás.
Enfrentamos como nación desafíos que no hemos logrado superar, como la desigualdad y la pobreza. Ya no somos ese país tranquilo donde nuestros niños, jóvenes y adultos podían transitar sin miedo por las calles.
Y qué decir de tantos adultos mayores, que después de toda una vida de trabajo y sacrificio, tienen que sobrevivir con pensiones indignas.
Nuestras familias sufren. La educación se deteriora. Los enfermos mueren esperando atención. Las calles se vuelven cementerios. Y ante todo esto, muchos se resignan. Pero nosotros no. Porque la resignación no es cristiana. El Evangelio no permite rendirse y la fe no es para cobardes.
En medio de tanto desconcierto, vivimos en la Iglesia el Jubileo de la Esperanza. Por más que la maldad nos rodee, no podemos ceder a la tentación de pensar que hemos sido derrotados.
Y lo vemos: hay personas buenas por todas partes. Personas que ayudan, que sirven, que dan sin esperar nada. Muchas ni siquiera se llaman religiosas, pero viven el Evangelio mejor que muchos de nosotros. Son la prueba de que Dios no se ha ido. Y que aún es posible otro país.
Pero las cosas no caen del cielo. Como bien decían nuestros mayores: a Dios rogando y con el mazo dando. La fe se demuestra con obras. Con actitudes nuevas. Con decisiones concretas.
Es tiempo de actuar:
– Rechacemos el dinero fácil, la corrupción silenciosa, la comodidad egoísta.
– Evitemos ambientes y personas que nos conducen al pecado y a la indiferencia.
– Seamos trabajadores honestos, servidores fieles, ciudadanos comprometidos.
– Ofrezcamos nuestros talentos a la misión de la Iglesia y del país.
– Cuidemos la creación, la Casa Común que Dios nos ha confiado.
– Busquemos el diálogo como camino de la paz.
No podemos seguir alabando a Dios mientras despreciamos al hermano. No podemos decir que seguimos a Cristo y, al mismo tiempo, sembrar discordia en la familia, chisme en el trabajo o odio en las redes sociales.
María nos enseña otro camino. El de la fe íntegra. El del amor silencioso pero eficaz. El del servicio humilde y valiente. El de la confianza inquebrantable. El de la cruz y de la resurrección.
Ella vivió cada paso del Evangelio: desde el portal de Belén hasta el Gólgota, sin retroceder, sin negar, sin abandonar. Y por eso es para nosotros ejemplo, maestra y refugio.
Hoy, al mirarte, Madre, te pedimos una sola cosa:
Que el Señor nos conceda siempre una fe como la tuya.
Esa fe que sostiene en medio del dolor.
Esa fe que espera cuando no hay respuestas.
Esa fe que no huye, que no se corrompe, que no negocia con el mal.
Esa fe que transforma el mundo desde lo pequeño, desde lo fiel, desde lo real.
Hoy, con humildad, pero con firmeza, nos consagramos a ti. Ponemos a tus pies el dolor de nuestra tierra, los pecados de nuestro pueblo, y también nuestros sueños, nuestras luchas y nuestras ganas de seguir adelante.
Que tú, Madre del cielo, nos cubras con tu manto.
Que tu Hijo Jesús reine en nuestros corazones.
Y que Costa Rica no olvide nunca que tiene Madre, que tiene esperanza, y que tiene un destino de justicia, de paz y de amor.
Así sea.
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