“Monseñor, en los últimos números del Eco he visto que comenta algún caso matrimonial. Eso me ha animado a que le presente el mío. Tengo ya varios años de casada. Con lo que voy sabiendo ahora acerca del necesario coloquio prematrimonial, a lo mejor mi matrimonio no se hubiese debido celebrar. Mi novio, bautizado cuando niño, había militado en un movimiento de protesta en contra de la misma Iglesia, su poder y sus normas. Y aunque con tono que parecía más de burla que en serio, me decía que era ateo. Él quería casarse, o más bien, convivir, pero por la presión de sus padres (hace años, lo normal era casarse por la Iglesia) aceptó el matrimonio religioso. Yo estaba enamorada y esperaba que por la convivencia él se hubiera acercado a la práctica religiosa. Desafortunadamente, eso no sucedió, más bien él llegó a burlarse de mis prácticas religiosas. La convivencia ya nos resultó demasiado dura y nos separamos. Aunque ya no tan joven, he conocido a un buen hombre y quisiera casarme con él y por la Iglesia. ¿Me será posible?”
Paula S. V. – Heredia
Para iluminar su caso, estimada Paula, conviene tener bien presente nuestra doctrina católica acerca del matrimonio. Ha quedado muy bien expuesta en el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica (1992). En su número 1601 leemos: “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí una comunión de toda la vida, ordenada por su misma naturaleza, al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo nuestro Señor a dignidad de Sacramento entre los bautizados”.
Esto significa que entre bautizados, el matrimonio es verdaderamente matrimonio sólo cuando es celebrado “por la Iglesia”, en una ceremonia religiosa. Con otras palabras, Jesús convirtió el matrimonio cristiano en signo (como lo son los otros Sacramentos) y fuente de aquella gracia especial con la que el amor natural es elevado a una mayor perfección, confirmando la unidad indisoluble de los esposos. Todo queda muy expresado por la conocida afirmación: “Lo que Dios une no lo separe el hombre”.
Lo que acabamos de transcribir del Nuevo Catecismo, es lo que quedó formulado en el famoso Concilio de Trento, (1545-1565): “Si alguno dijera que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete Sacramentos de la ley evangélica instituida por Cristo Señor, sino, inventado por los hombres, sea anatema”.
Estas afirmaciones, estimada Paula, no dejan en sombra, sin embargo, la naturaleza del matrimonio como contrato, que debe implicar todas las necesarias condiciones para que lo sea verdadera y auténticamente.
Ahora bien, como ya lo afirmamos, para los bautizados, el contrato matrimonial es verdadero matrimonio, cuando libremente se acepta celebrarlo “en la Iglesia”, religiosamente. Esto implica necesariamente, que si los contrayentes bautizados, o uno de ellos, excluyen la dignidad sacramental de su boda, no contraerían el verdadero matrimonio querido por Cristo para los bautizados y, por consiguiente, en cuanto que cristianos, no estarían celebrando un matrimonio válido.