Un segundo motivo para no tener miedo dando testimonio de Cristo, es la confianza en el Padre. Si su providencia llega incluso a los seres a los que apenas damos valor, mucho más tiene en cuenta la vida de cada hombre. No es que el Padre quiera la muerte del discípulo o testigo de Cristo; lo que quiere el Padre es que este mensaje de amor llegue a todos. La muerte, si viene por esta causa, es el sello de este testimonio y Dios está presente -como lo estuvo en la Cruz- en aquél que da este testimonio, dándole la vida y la salvación definitivas.
La vida o la muerte, la salvación o la perdición definitiva de cada persona, depende de la postura que cada uno tome ante Cristo. Lo que debe decirse a pleno día y pregonarse desde la azotea, para que todos puedan oírlo, es básicamente que se pertenece a Cristo, que somos solidarios con Él por la adhesión de fe, de amor, de entrega personal. A este reconocimiento o confesión pública que el discípulo hace de Cristo corresponde un reconocimiento que Cristo hace del discípulo ante el Padre: así, el destino final de cada hombre depende de la palabra de reconocimiento o negación que Cristo pronuncia sobre él ante el Padre.
(Mateo es el único evangelista sinóptico que habla aquí directamente del "yo" y no usa la expresión "el Hijo del Hombre", insistiendo así en la autoridad definitiva del mismo Jesús. Ver también este texto en relación con Mt 25).