Cuando rezamos, todo adquiere “espesor”. Esto es curioso en la oración, quizás empecemos por algo sutil pero en la oración esa cosa adquiere espesor, adquiere peso, como si Dios la tomara en su mano y la transformara. El peor servicio que se puede prestar, a Dios y también al hombre, es orar con cansancio, de manera habitual. Rezando como loros. No, por favor con el corazón. La oración es el centro de la vida. Si hay oración, incluso el hermano, la hermana, incluso el enemigo, se vuelven importantes. Quien adora a Dios ama a sus hijos. Quien respeta a Dios respeta a los seres humanos.
Por eso, la oración no es un sedante para aliviar las angustias de la vida; o, en cualquier caso, tal oración ciertamente no es cristiana. Más bien, la oración nos hace responsables a cada uno de nosotros. Lo vemos claramente en el “Padre Nuestro”, que Jesús enseñó a sus discípulos.
Para aprender esta forma de orar, el Salterio es una gran escuela. Hemos visto cómo los salmos no siempre usan palabras refinadas y amables, y a menudo llevan las cicatrices de la existencia. Sin embargo, todas estas oraciones se usaron primero en el Templo de Jerusalén y luego en las sinagogas; incluso los más íntimos y personales.
Incluso los salmos en primera persona del singular, que confían los pensamientos y problemas más íntimos de un individuo, son patrimonio colectivo, hasta el punto de ser rezados por todos. La oración de los cristianos tiene este “aliento”, esta “tensión” espiritual que mantiene unidos al templo y al mundo. La oración puede comenzar en la tenue luz de una nave, pero luego termina su recorrido por las calles de la ciudad. Y viceversa, puede brotar durante las ocupaciones diarias y encontrar plenitud en la liturgia. Las puertas de las iglesias no son barreras, sino “membranas” permeables, listas para escuchar el grito de todos.
En resumen, donde está Dios, también debe estar el hombre. La Sagrada Escritura es categórica: “Amamos porque él nos amó primero. Él siempre va antes que nosotros. Siempre nos espera porque nos ama primero, nos mira primero, nos comprende primero. Él siempre nos está esperando.
Si alguien dice “Amo a Dios” y odia a su hermano, es un mentiroso. En efecto, quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Si rezas muchos rosarios al día pero luego hablas de otros, y luego guardas rencor por dentro, odias a los demás, esto es puro artificio, no es la verdad.
La Escritura admite el caso de una persona que, mientras busca sinceramente a Dios, nunca logra encontrarlo; pero también afirma que las lágrimas de los pobres no se pueden negar jamás, so pena de no encontrarse con Dios. Dios no puede soportar el “ateísmo” de quienes niegan la imagen divina que está impresa en todo ser humano. Ese ateísmo cotidiano: creo en Dios pero con los demás mantengo la distancia y me permito odiar a los demás. Este es el ateísmo práctico. No reconocer a la persona humana como imagen de Dios es un sacrilegio, es una abominación, es la peor ofensa que se puede llevar al templo y al altar.
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