Face
Insta
Youtube
Whats
Miércoles, 15 Octubre 2025
Image

Solo le pido a Dios que el dolor ajeno no me sea indiferente

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Agosto 10, 2025

Setiembre cayó como una lluvia tibia sobre nuestras ganas de hacer algo distinto. En la mesa del encuentro, una frase acudió de pronto a mi memoria: “Ama a tu prójimo como a ti mismo.” No era una cita lejana, era una guía que parecía respirar en cada gesto de quienes nos rodeaban y en la promesa de lo que vendría.

La idea ya no era solo conversar; era escuchar con un oído afilado por la experiencia, para entender qué dolor tenía la gente que nos rodea y qué manos podían sostenerla.

Recibí una llamada de Don Pollo, ese sacerdote que nunca llega tarde a la mesa ni a la palabra amable.

Me dijo que quería reunirse con Edelito Pérez, Irene López, Ricardo Oreamuno, Pepe, Paul Alfaro y conmigo. Era un plan antiguo y nuevo a la vez: un paseo de fin de semana en una finca a la vera del río Tempisque, lejos de agendas y pantallas, para dejar que el tiempo hablara.

En medio de la conversación, una guía interior susurró: “La mejor forma de encontrarte a ti mismo es perderte en el servicio a los demás,” y sentí que esas palabras podían sostener nuestra curiosidad.

El plan era simple y audaz: compartir días, escuchar historias, dejar que la vida se hiciera visible en lo cotidiano.

No había explicaciones complicadas, solo la promesa de acompañar, de sostener. En ese silencio previo, apareció otra certeza: “Quien escucha, aprende dos veces.” No era un lema; era una brújula que nos pedía no hablar en exceso, sino escuchar con atención y con paciencia la tonalidad de cada vida que se acercaba a nuestra mesa.

Aceptamos con una sonrisa y una curiosidad que no sabíamos nombrar. Había entre nosotros una mezcla de personas que, a primera vista, parecían no tener nada en común y, sin embargo, compartían un mismo anhelo: hacer más humana la vida de los demás. Edelito, médico de éxito, conocía de cerca el dolor que la enfermedad impone a la familia; su experiencia sería útil para sostener a quien sufre y necesita cuidado. “La salud no es solo ausencia de enfermedad; es paz interior, es confianza en el mañana,” decía la voz interior de la vida que todos llevamos dentro, recordándonos que el cuidado es más que curar.

Willy, con un currículo inusual y un espíritu inquieto, sabía leer las historias de la gente entre líneas. Irene, maestra de vocación, tenía la paciencia de sembrar esperanza en la niñez y en cada adulto que la escucha.

Ricardo y Paul, filántropos de alma amplia, habían aprendido que la solidaridad no se improvisa, se cultiva. Y Pepe, con su don de escuchar, parecía haber nacido para guiar a otros con la fe como faro.

En ese mosaico humano, la convivencia se volvía una práctica diaria de humildad y de apertura a lo inesperado, como si cada presencia fuera una respuesta a una necesidad que aún no sabíamos decir.

La ruta nos llevó en un microbús que parecía más un vagón de confianza que una experiencia de viaje. El paisaje guanacasteco se extendía como un cuadro vivo: palmeras dobladas por la brisa, cerros al borde del horizonte, un río que sonaba a promesa.

En ese entorno, la sencillez se volvía un consejo práctico: abrazar lo que la naturaleza trae y dejar que el viaje se haga sin apuros. “La simplicidad es la grandeza cuando la vida late con autenticidad,” resonó en esa afirmación muda que la naturaleza parecía susurrar a cada uno de nosotros.

Al llegar, la finca tenía ese aire de casa grande que pertenece a alguien que ya no habita allí.

Era una hacienda con aroma a historia. Las monjas Clarisas que ya no ocupaban ese lugar habían dejado un silencio lleno de afecto en cada rincón.

Provisiones para días compartidos se amontonaban en la cocina, listas para sostener no solo cuerpos, sino conversaciones que curan.

En ese silencio, una certeza se hizo palabra: la hospitalidad es la forma más noble de amor en acción, y la casa que recibe también transforma a quien llega.

La llegada fue un abrazo: Don Pollo nos esperó con esa sonrisa que desarma y esa alegría que invita a quedarse.

Acompañándolo, Don German, otro sacerdote que no abandona a sus hermanos ni en la enfermedad ni en la vejez, apareció como un faro de servicio desinteresado.

Su sencillez de caminante convirtió la bienvenida en un rito modesto y poderoso. “La humildad es la brújula que orienta cada paso,” se insinuó en el modo como hablaba, calmando cualquier prisa y abriendo un camino de escucha respetuosa.

Esa fue la escena: la mesa, el fogón de leña, el olor a comida casera, y dos hombres que, a la hora justa, iniciaban una conversación que podía cambiar el sentido del viaje.

En ese encuentro, cada gesto parecía decir más que cualquier discurso. “En todo lo que hicisteis a uno de estos, lo hicisteis a mí,” parecía cobrar vida en cada servicio, en cada pausa para escuchar, en cada pregunta que invitaba a ahondar más allá de la superficie.

La cocina fue el primer símbolo claro. El fogón encendido de inmediato dejó ver una de las maravillas simples de la vida: cocinar para otros es una forma de cuidar.

Sobre la mesa, un guiso de verduras con carne de cordero, tortillas recién hechas, una ensalada variada y una limada bien fría que sabía a sol.

La comida no era solo alimento; era una declaración de hospitalidad y de gratuidad. Una voz interna decía que la hospitalidad es una liturgia de amor cotidiano, un ritual que sostiene la vida cuando parece que todo se deshilacha.

Una voz interior añadió, “Una Iglesia que abraza también se alimenta de lo que comparte.” Esa certeza, grabada en mi mente, no era un mandato sino una experiencia: la mesa compartida abre puertas a la conversación verdadera, a la risa que aligera las cargas y a la paciencia que acompaña a quien llega con miedo o culpa sobre sus hombros.

En cada bocado sentíamos que la fe vive en la mesa cuando el alimento es símbolo, no solo sustento.

Antes de comer, Don German elevó una oración que sonaba a promesa cumplida: “Señor, que este viaje sea camino de escucha y de reparación.” Don Pollo, con esa mezcla de firmeza y ternura que lo caracteriza, inició el diálogo.

Nos habló de la tristeza que hemos visto como hermanos en la fe: la violencia que amenaza a los niños, a los jóvenes, a los adultos.

La incertidumbre que se posa sobre las mesas de casa y roba la tranquilidad a quien ya no confía en nada. Fue como si el silencio alrededor de la mesa nos recordara que la acción tiene que ser tan real como la oración que la acompaña.

La idea de iniciar un proyecto de escucha surgió con claridad. “Queremos iniciar un proyecto de escucha para quienes necesitan esa voz amiga, ese abrazo solidario de compasión, empatía y respeto.”

Esa frase dejó de ser un enunciado para convertirse en un compromiso: una Iglesia que abraza, no como una marca sino como una forma de vida que sale para tocar la vida de la gente en su barrio, en su casa, en su intimidad.

En ese instante, la idea de Iglesia en salida dejó de ser un lema para convertirse en una ruta: una ruta de presencia que no espera a que la gente se acerque, sino que va a buscarla con paciencia.

La conversación giró, como la rueda de una carreta, hacia la contribución personal de cada uno. Edelito, con su experiencia médica, habló de la importancia de la atención integral: no solo curar el cuerpo, sino acompañar el ánimo.

Su voz, en esa mesa, parecía recordar que la salud es un estado que envuelve cuerpo, mente y alma.

El grupo escuchó, y la discusión se enriqueció con esa idea de que la compasión se traduce en prácticas concretas, en atención sostenida y en una presencia que no se agota en una visita esporádica.

Willy señaló que el mundo de hoy necesita puentes entre saberes; medicina, educación y servicio público deben dialogar para sostener a las personas en situación de vulnerabilidad.

Irene, con su vocación de maestra, recordó que las pequeñas historias de la niñez son también historias de los adultos que los rodean.

Enseñar es sembrar futuro, y cada acto de educación es un acto de liberación para quienes confían en que el mañana puede ser distinto. En ese diálogo, se delineó un entramado de cooperación que no depende de grandes promesas sino de gestos reproducibles.

Ricardo y Paul participaron con su experiencia de filántropos, no como donantes que miran desde arriba, sino como personas que entienden que la solidaridad se practica en cada gesto cotidiano: una palabra de aliento, una mano tendida, una puerta abierta.

Pepe mostró su arte: escuchar con paciencia, entender con humildad y guiar con una fe que no impone, sino acompaña.

En sus voces quedó el compromiso de que cada uno aportará desde su lugar, sin pretensiones de controlar, sino con la humildad de servir. Fue un consenso suave, un acuerdo que decía que la autonomía de cada vecino es tan valiosa como la nuestra.

La noción de “Iglesia que Abraza” se convirtió en una invitación a cambiar la mirada sobre la gente que nos rodea.

No era una promesa de milagros sino un compromiso de presencia. No era un plan para resolver todos los problemas de un barrio, sino una promesa de acompañar a cada persona en su propio proceso: escuchar, reconocer, orientar, brindar apoyo, orar y continuar.

 En ese marco, la casa de la finca dejó de ser solo un refugio para convertirse en un lugar de encuentro entre quienes, unidos por la fe, se proponen transformar la realidad desde lo más cercano: la mesa, la conversación, la escucha.

La experiencia de aquella comida compartida dejó claro otro tema central: la hospitalidad como acto de fe.

Comer juntos permite que la conversación fluya, que las barreras se disuelvan y que aparezcan los silencios que dicen más que las palabras.

La hospitalidad se volvió una acción sostenida, una manera de hacer que la vida de cada persona tenga espacio para respirar.

En ese marco, recordamos que la hospitalidad transforma, porque cada invitación abre una ventana a una confianza que, a veces, tarda en germinar pero que, cuando lo hace, regala una dignidad recién descubierta.

Entre los silencios aparecieron preguntas que dan forma al proyecto: ¿Quién necesita una mano amiga hoy? ¿Qué historias permanecen invisibles en nuestra comunidad? ¿Cómo podemos llegar a cada casa sin invadir la intimidad, sino invitando y sosteniendo?

En esa conversación, emergió una consigna que no era un eslogan, sino una ética de acción: amar lo que haces con la paciencia de quien sabe que las cosas buenas requieren tiempo.

La pregunta que guiaba cada respuesta era simple, pero profunda: ¿cómo podemos convertir la buena intención en un hábito que sostenga a las personas cuando la noche parece más larga?

Entre las paredes de la finca, se formuló un objetivo claro: convertir la idea en acción. No se trataba de crear una gran estructura, sino de sembrar prácticas simples que, repetidas, generen confianza.

Círculos de escucha en parroquias y centros comunitarios; visitas a enfermos y hogares vulnerables; acompañamiento a familias en duelo o crisis; talleres de capacitación para voluntarios que aprendan a escuchar sin juzgar, a acompañar sin imponer.

Cada una de estas prácticas era una gota en un balde que, si se repite con constancia, puede regar un jardín entero de gente que encuentra en la presencia de otros la fuerza para seguir.

Una lección potente fue la humildad. La humildad, decía Don Pollo, no es negar la grandeza de uno mismo, sino reconocer que nadie puede solo.

Esa idea, repetida en la conversación, se convirtió en la brújula que orienta cada paso: nadie llega a la meta sin acompañamiento, sin reconocimiento de que todos traemos límites y todos aportamos nuestros dones.

La Iglesia que Abraza no se presenta como un centro de poder, sino como una familia amplia que acoge a quien llega con miedo y a quien llega con esperanza, que escucha con paciencia y que, cuando procede, actúa con justicia.

En medio de estas reflexiones, se subrayó una idea teológica que conmueve a cualquiera: la fe que vive en la acción se parece a la fe que da de comer a quien tiene hambre.

En los gestos de hospitalidad, la casa que recibe también transforma a quien recibe.

El equipo entendió que el verdadero poder no está en imponer soluciones rápidas, sino en acompañar procesos que respeten el ritmo de cada persona, que valoren su dignidad y que le devuelvan la voz a quien ha sido silenciada por violencia, exclusión o desesperanza. Cada participante se convirtió en testigo: testigo de la necesidad, testigo de la solidaridad, testigo de una Iglesia que sale a abrazar.

La experiencia dejó ver la belleza de la sencillez: la conversación a la sombra de un árbol, la risa que asoma cuando alguien comparte una anécdota, el gesto de alguien que pregunta con interés y escucha con compasión.

En ese microcosmos aprendimos qué significa estar presente sin gastar palabras. Aprendimos que acompañar no es resolver todo de inmediato, sino sostener al otro en su camino, incluso cuando el camino parece oscuro o incierto.

La verdadera sanación nace cuando la comunidad se organiza para cuidar de todos y cada uno, sin excepción.

A lo largo de la jornada pensé en las Escrituras que sostienen comunidades enteras en las pruebas. “Ama a tu prójimo como a ti mismo” resuena como mandato claro, señalando que la fe sin acción se queda corta.

También recordé la promesa que cada acto de ayuda parece despertar lo divino entre nosotros: “En todo lo que hicisteis a uno de estos, lo hicisteis a mí” se hace presente en cada mano tendida y en cada palabra que ofrece consuelo. Esas palabras no son reliquias; son llamadas a la responsabilidad compartida.

Entre recuerdos y promesas, se acordó que la experiencia no debe quedarse en una anécdota bonita.

La Iglesia que Abraza debía convertirse en un proyecto vivo, una red dinámica de actores que aprenden a escuchar y a acompañar.

La misión no termina al término de un fin de semana, sino que se extiende en una práctica continua de presencia, con una red de voluntarios que se reúne, comparte y se ajusta a las necesidades reales de la gente.

Una lectura más amplia nos invita a ver la Iglesia en salida no como una institución que reparte ayuda, sino como una comunidad que transforma su entorno desde la empatía y la presencia constante.

Este enfoque no es ingenuo; es una opción valiente para enfrentar un mundo con tantas heridas.

Si algo aprendimos ese fin de semana, es que cada vecino, incluso aquel que nadie escucha, tiene una voz que merece ser oída. Y que la labor de una Iglesia que abraza no termina cuando se cierra una puerta, sino cuando cada puerta abierta se convierte en una nueva entrada para la dignidad de las personas.

Quien lea estas líneas, sea creyente o no, puede sentirse invitado a sumarse. No se trata de gestos grandes, sino de gestos pequeños y repetidos que, juntos, construyan un tejido social más humano.

Se puede empezar por escuchar más y hablar menos; por acompañar más que aconsejar; por fortalecer redes de apoyo que conecten a médicos, maestros, voluntarios y vecinos.

La fe viva no se queda en la oración; sale a la calle para sostener a quien lo necesita, para sostener la dignidad de cada vecino que se enfrenta a desafíos invisibles.

Cierro este relato con una convicción nacida de la experiencia: cuando una comunidad decide abrazar a quien sufre, cuando una Iglesia decide salir de sus muros para tocar la vida de la gente, el mundo se vuelve más justo, más amable y más cercano a lo que podría ser su promesa.

No se trata de grandes milagros de una noche, sino de pequeños milagros cotidianos que, sostenidos por la paciencia y por la fe, se multiplican. Si cultivamos la constancia, el bien crece y llega a lugares que nadie imagina.

Así se construye una Iglesia que abraza. Así se transforma una comunidad. Así se escribe una historia que merece ser contada una y otra vez.

Y que, a la larga, rinde el mejor fruto: la dignidad y la esperanza para todos.

El viaje continúa cuando cada persona escucha de verdad, cuando cada gesto de hospitalidad se convierte en una semilla de cambio, y cuando la fe se mantiene viva en la acción cotidiana de salir a buscar a quien necesita ser visto.

Porque la verdadera grandeza no está en la gloria de la escena, sino en la constancia de la presencia que sostiene a otros cuando el mundo parece ceder.

Síganos

Face
Insta
Youtube
Whats
anuncioventa25.png
puntosdeventa
Insta
Whats
Youtube
Image
Planes de Suscripción Digital
Image
Image
puntos de venta
suscripciones
Catalogo editoria
publicidad
puntos de venta
suscripciones
Catalogo editoria
publicidad