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Tus dudas: ¿Vale más la fe que las obras?

By Mons. Vittorino Girardi S. Agosto 20, 2023

“Monseñor: ¡Cuántas veces hemos escuchado en los sermones, la conocida afirmación del apóstol Santiago: “la fe sin las obras está muerta”! La fe verdadera exige, pues obras. Sin embargo, tengo familiares que se han pasado a los evangélicos, y me insisten una y otra vez, que lo realmente importante es la fe, y que es por ella que Cristo nos ofrece la salvación. Lo que más llama mi atención es que me repiten frases de San Pablo que yo no conocía y, con las que quieren convencerme. Por otra parte, me añaden que eso es un caso más en que nuestra Iglesia Católica se ha desviado de la Palabra de Dios. Jamás dejaré a mi Iglesia, pero quisiera tener una mayor seguridad frente a aquellos familiares míos. Por eso, pido su ayuda y se la agradezco de corazón”.

 Cecilia Brenes M. – Cartago

 

Estimada Cecilia, como se nos repite, “nos encanta el conflicto”. Era yo alumno de primaria, allá en el norte de Italia y recuerdo que se escuchaba una repetida afirmación del Jefe del Estado de entonces: “si no tienes a un enemigo, tienes que buscarlo porque en la lucha se manifestará tu valor”.

¿No será que a nuestros hermanos evangélicos les gusta considerarnos “enemigos” y equivocados, cuando somos, por el mismo Bautismo, hermanos?

Empezamos por subrayar y enfatizar la importancia fundamental de la fe, acogiendo al respecto la insistencia de San Pablo, como la constatamos en la Carta a los Romanos. Es en ella en que escribe: “En tu poder está la Palabra; en tu boca y en tu corazón […]. Si proclamas con tu boca a Jesús como Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de los muertos, serás salvo. Nosotros creemos con el corazón para obtener la justificación y hacemos con la boca profesión de nuestra fe para alcanzar la salud. Quien en Él tenga fe, no será confundido” (10, 8-11).

Es del todo evidente: lo primero y fundamental es la fe, entendida ante todo como confianza en la misericordia de Dios y en su perdón. Ha sido por su fe y confianza, que el ladrón crucificado al lado de Jesús, pudo escuchar las más bellas palabras que quepa escuchar en este mundo: “Te lo digo con toda verdad, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43).

Lo mismo podemos constatar en la actitud humilde y confiada de aquella pecadora anónima, pero bien conocida por todos en el pueblo, cuando “se puso llorando a los pies de Jesús, y comenzó a bañarlos con su lágrimas, y luego los enjugaba con los cabellos de su cabeza y los besaba y a la vez derramaba sobre ellos el perfume” (Lc 7, 38-39).

Obviamente, lo que le devolvió la paz a aquella mujer pecadora, fue su fe y confianza, y Jesús mismo se lo declaró, diciéndole: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz” (Lc 7, 50).

Ahora bien, si la fe es lo fundamental, lo primero, para que podamos adherirnos al  Señor de la Misericordia, la prueba de la autenticidad de nuestra fe, son precisamente las obras. Un ejemplo bíblico: cuando Jesús defiende a la adúltera para evitarle que la apedrearan, viendo en ella una inevitable actitud de confianza y de arrepentimiento y, a la vez, de profunda gratitud, le dice: “Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8, 11).

La fe en Dios, el proclamarle Señor y Padre nuestro, conocer a Jesús y creer en su obra redentora, nos deben llevar a que demos clara prueba de que nuestra acción a Él, es del todo sincera, se lo demostramos, aceptando y poniendo en práctica su ley y su propuesta de vida.

San Pablo, auténtico “cantor de la fe y de la gracia”, concluye sus cartas después de profundas reflexiones teológicas, exhortando a los cristianos a “mostrar” con obras la sinceridad de la propia fe. Bastaría leer el capítulo 12 de su Carta a los Romanos: “Les exhorto pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual (es decir, en contraposición a los sacrificios del culto judío o pagano). Y no se acomoden al mundo presente, antes bien transfórmense, mediante la renovación de su mente, de forma que puedan distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable y lo perfecto (Rm 12, 1-2).

Leyendo esta luminosa exhortación paulina, espontáneamente recordamos el texto del evangelista Marcos, en donde él nos informa que Jesús empezó su anuncio, proclamando: “el tiempo está cumplido, el Reino se acerca, conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1, 14).

La respuesta de quienes quieren seguir a Jesús es una “conversión”, que es ante todo, un “cambio de mentalidad”, es decir un pensar de un modo bien distinto del que se tenía antes de conocer a Jesús y de creer en Él, pero que lleva necesariamente también a un cambio que es conversión de vida, que es un modo bien distinto de actuar. Lo primero (creer) lleva a lo segundo (actuar en sintonía) y éste nos manifiesta, como lo diría con fuerza Santiago, la autenticidad de lo primero, que es nuestra adhesión de fe a Cristo.

Con expresiones paulinas, afirmamos pues, que la fe verdadera nos lleva a la caridad, que es amor a Dios y amor al prójimo. Escuchémosle una vez más: “con nadie tengan otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido con la ley. En efecto, lo de “no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La cariad es, por tanto, la ley en su plenitud (Rm 13, 8-10).

En conclusión, estimada Cecilia, no veamos contraste en donde no lo hay y descubramos en las distintas acentuaciones, la de San Pablo, acerca de la fe, y la de Santiago acerca de las obras, como una luz que se integra en la misma verdad del cristianismo.

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