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Sábado, 18 Mayo 2024
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Mensaje de los Obispos de la Conferencia Episcopal a la Iglesia y al pueblo de Costa Rica con ocasión de Pentecostés 

“La esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.” (Rom 5,5)

 

Que la paz y la alegría, por la fuerza del Espíritu Santo, llenen sus corazones y hogares.

Los Obispos de la Conferencia Episcopal de Costa Rica nos dirigimos al Pueblo de Dios que peregrina en Costa Rica, y a todas las personas de buena voluntad, con ocasión de la Solemnidad de Pentecostés. Manifestamos nuestra cercanía espiritual y compartimos la riqueza de nuestra fe acerca de la acción de Dios, por su Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo al mundo para hacer actual la salvación que proviene del misterio pascual de Cristo.

En efecto, se trata del Espíritu Santo prometido por Jesús (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5.8) cuyo don se nos dio el día de Pentecostés (Hch 2,14-21). Este Espíritu se recibe por la profesión de la fe en el Cristo (Ga 3,14.22; Ef 1,13), mediante el sacramento del bau­tismo (Hch 2,38; Jn 3,5-6). Es fuente de la Vida Nueva, nos devuelve la dignidad de hijos de Dios (Ga 4,5-7; Rm 8,15-16) y nos abre a la comunión con la Iglesia (1 Co 12,13).

Es el Espíritu de Jesucristo, quien puede donarlo porque lo posee sin medida (cf. Jn 3,34). El Espíritu Santo es infundido como soplo divino que remite al relato de la creación (cf. Gn 2,7),  signa, por tanto, el inicio de una nueva creación o de un nacer de nuevo. Culmina la obra de salvación, a través del bautismo en el Espíritu Santo (cf. Hch 1,4), e inaugura la Nueva Alianza, cumplida en la persona de Jesús (2 Co 3,6; Hb 8,6-13), la Vida Nueva, la vida eterna en bienaventuranza, que viene de su Resurrección.

El Espíritu Santo realmente habita en el cristiano (cf. Rm 8,9b; 1 Co 3,16), porque es el amor de Dios infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5) que nos santifica con su gracia.  El Espíritu de Cristo capacita a los fieles para conocer la enseñanza de Jesús a través de su acción iluminadora (1 Co 12,3; Rm 8,1-13). Actúa también en toda persona de buena voluntad que se abre a Él y en todas las culturas, manifestando la ternura de Dios.

El Espíritu Santo es el gran vínculo de comunión que une a los creyentes en la fe. A través de su acción en nuestras vidas, nos guía, en el amor fraterno, hacia la unidad y la armonía (Ef 4:3). El Espíritu Santo nos une en un solo cuerpo, que es la Iglesia, a pesar de nuestras diferencias y diversidad de dones (1Co 12:13), que nos impulsa a compartir para el crecimiento de la misma Iglesia. Su presencia en nuestras vidas nos impulsa a buscar la unidad en medio de la diversidad, a perdonar, a amar y a servir, todo en aras de construir una comunidad de fe sólida y unida en el Señor.

¡Dios nos ha dado su Espíritu! Es la razón de nuestra esperanza, porque es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones. En medio de los desafíos y las dificultades que enfrentamos como país, recordemos que el Espíritu Santo es nuestro guía y consolador, que nos anima a construir puentes de diálogo, a promover la solidaridad y a trabajar juntos por el bien común.

Estemos activos en favorecer la comunión que obra en nosotros el Espíritu, primeramente, en nuestras familias. Invitamos a promover y favorecer la dinámica familiar, en donde se reciba con generosidad la vida y se inicie a los hijos en una armónica vivencia social, donde se cuide a nuestros adultos mayores. Promovamos también los grupos, las instituciones, las dinámicas que favorezcan la unidad y cohesión social, la construcción de consensos y unión de voluntades, la escucha recíproca y el diálogo institucional, para llegar a decisiones compartidas. Valoremos, en este sentido, nuestra constitución democrática y el estado de derecho en nuestro país, como el mejor ambiente para unirnos como ciudadanos buscando el bienestar de todos.

El Espíritu suscita carismas, cualidades personales para la construcción de nuestra sociedad.  Abundamos en diversas expresiones y cualidades que, lejos de alejarnos, suponen una riqueza al unirnos en torno a una visión solidaria. Articulemos los distintos aportes de todas las instancias sociales. Las diferencias se expresan y se pulen hasta alcanzar una armonía que no necesita cancelar las particularidades ni las diferencias. Justo en eso se alcanzará su belleza.

Nosotros, la Iglesia Católica, estamos llamados a acompañar el caminar de toda la familia humana. El mundo necesita la perspectiva sinodal, para superar confrontaciones, desacuerdos paralizantes y madurar procesos de diálogo que ayuden a tender puentes y caminar juntos. Es el servicio que estamos llamados a dar en favor de la fraternidad universal y a la amistad social: gestar un ethos social fraterno, solidario e inclusivo, ayudar a cultivar la justicia, la paz y el cuidado de la casa común.

Luchó contra el cáncer durante 10 años, la enfermedad iba y venía, regresaba cada vez con más fuerza. Tenía el cuerpo con quemaduras y la piel se le arrancaba a causa de las tantas sesiones de radioterapia. Recibió un diagnóstico de infertilidad. Fue desahuciada dos veces.

Hoy Pamela Arguedas tiene 31 años de edad y tiene un hijo, que para ella representa un arco iris tras aquellos largos días de oscuridad. Los últimos exámenes mostraron que ya no hay rastros de células cancerosas en su cuerpo y ella agradece al Señor por esto.

Esta joven contó su testimonio en el Podcast En Libertad, un proyecto creado por jóvenes católicos. Usted puede escuchar los episodios en la plataforma Spotify (/En libertad) o en You Tube (@EnLibertadbyTeAmoDeVerdad).

 

¿Por qué a mí si yo te ayudé?

 

El primer episodio de En Libertad se titula “Mi turno de tocar la campana”. Precisamente, es la historia de Pamela, vecina de Atenas. Esta joven sirvió durante mucho tiempo en la Pastoral Juvenil. A partir de sus 20 años de edad, vivió un calvario tras recibir su diagnóstico de cáncer (linfoma de Hodgkin).

Al principio, los médicos le informaron que se trataba de un caso manejable. Recibió tratamiento, pero al poco tiempo el cáncer regresó más violento. Se sometió de nuevo a terapia.

Esta vez comenzó a perder el cabello, las uñas y las pestañas, todo lo que comía lo vomitaba, sentía mucho dolor y gran debilidad. Fue entonces, admite, cuando quiso rendirse. Empezó a pelear con Dios. “¿Yo te ayudé? ¿Por qué a mí? ¿Qué hice?”, preguntaba. “Hubo tres meses que dije: “Salado Dios, Él no quiere que esté con Él, no vuelvo a la Iglesia”.

Era tanto el dolor que ella le decía al Señor: “O me ayuda  o me lleva, pero no puedo estar así”. No obstante, una noche se sentía muy mal y pensó: “¡Qué tonta! El único que me puede ayudar es Dios”. Pidió perdón y tiempo después tuvo una mejoría.

La unción de los enfermos es quizá el sacramento que más evolución conoció en el desarrollo de la moderna teología sacramental, a partir del Vaticano II. La Iglesia vio que debía sacar urgentemente el sacramento de aquella atmósfera lúgubre que lo rodeaba, para que expresara esa esplendorosa teofanía que manifiesta la gracia de Dios a los enfermos. Esto se nota en la designación misma del sacramento. Se llamaba “De la extremaunción”, lo que implicaba un momento tétrico, la llegada de la muerte, sombra inexorable que sentenciaba al enfermo que yacía en su lecho y lo conducía al Hades y que venía acompañada por el cura. Esto cambió a “Unción de los enfermos”, indicando la nobleza del sacramento, que no es solo para preparar a la muerte cuanto para consolar al que sufre. A pesar del esfuerzo, y quizá por la desaceleración sufrida en la reflexión teológica, todavía hay fieles que buscan al cura instantes antes de que sobrevenga la muerte. La “extremaunción” recibió, en la misma “Sacrosantum concilium”, No. 73, este nuevo nombre precisamente porque “no es sólo el sacramento de quienes se encuentren en los últimos momentos de su vida”. Quiero volver a proponer estas ideas justo para que reconozcamos el momento más oportuno para administrar este sacramento y hacerlo, sobre todo, en forma solemne.

 

La naturaleza del sacramento

 

Ya el concilio de Florencia describía sus elementos esenciales. Posteriormente Trento lo declaró de institución divina, señalando los efectos que producía y reconociendo en su administración la gracia del Espíritu Santo, por cuanto es causa de purificación de los pecados, alivio y consuelo para el enfermo y suscitando en quien lo recibe confianza en la misericordia divina. Ya ungido, el enfermo sobrelleva mejor los sufrimientos y el peso de la enfermedad, resiste más fácilmente las tentaciones del demonio siendo que no poas veces incluso consigue salud para el cuerpo si conviene a la salud del alma. El Papa Pablo VI estableció una nueva fórmula para el sacramento eliminando algunas unciones que parecían innecesarias y enfatizando en la misericordia de Dios, en la ayuda que brinda el Espíritu Santo, para liberar de sus pecados al enfermo y concederle la salvación, así como consuelo en su trance.

El ritual mismo del sacramento señala que la celebración consiste primordialmente en la imposición de manos por parte de los presbíteros de la Iglesia sobre el enfermo, la oración y la unción con el óleo bendecido. Este rito en sí mismo es el que confiere la gracia del sacramento.

Si el sacramento otorga, pues, la gracia del Espíritu, si con este rito el ser humano es ayudado plenamente en su salud, es confortado con la confianza en Dios y robustecido contra las tentaciones del enemigo y la angustia de la muerte, de modo que pueda, no sólo soportar sus males con fortaleza, sino también luchar contra ellos e incluso conseguir la salud, es necesario verlo como un signo que nos mueve a construir, desplegar y hacer crecer además de consolidar la fe cristiana.

Todo esto nos lleva a pensar en lo urgente de recuperar los valores de este sacramento, así como mejorar en lo posible su administración, no solo en las visitas a los enfermos individualmente, cuanto en la celebración solemne, es decir, con la presencia de muchos fieles en algunos momentos fuertes de la vida de la Iglesia. A algunos presbíteros les gusta administrarlo en la Cuaresma, por cuanto lo unen al perdón de los pecados, y lo hacen dentro de la Semana Santa. Acaso no tenemos otra actividad digna de mejor suerte. Recuerdo alguno que, porque no se sentía atraído a participar en la celebración de la solemne misa Crismal el Jueves Santo, cuando el obispo, además de renovar las promesas al presbiterio, consagra el Santo Crisma y bendice los óleos de los enfermos y los catecúmenos, dedicaba la mañana de ese significativo día a celebrar una Eucaristía un poco apócrifa y ausente de sentido, dando masivamente el sacramento a los enfermos de su parroquia.

Estas tendencias, además de encoger la majestad del sacramento al impedirle aportar la gracia de la participación en la plenitud de Cristo, por cuanto se le niega su nexo con la vida, con la resurrección de Cristo, resulta, además, como un modo algo obvio de deshacernos del aceite viejo, el que va a quedar, “porque mañana vendrá el nuevo”.

Tengo para mí que eso no aporta mucho. Si el sentido correcto del sacramento de la Unción de los enfermos ha sido unir siempre al enfermo con Cristo, no se debe pensar solo en su pasión, sino, más todavía, en la resurrección del Señor. Sabemos que todo ser humano, enfermo o no, morirá un día. Por ello la Iglesia debe buscar acompañarlo en su dolor y hasta en su proceso de muerte, a sabiendas de que este bautizado se está preparando, en todo sentido, para participar de la resurrección de Cristo. Por ello me confieso convencido de que la Unción de los Enfermos debe darse en Pascua.

 

Un sacramento pascual

 

Dios creó al hombre y a la mujer a imagen y semejanza, esto quiere decir que les otorgó una dignidad. Únicamente basta con ser humanos para tener esta dignidad, es decir, no importan las circunstancias, su condición de vida o características particulares, simplemente si se es humano ya se tiene esta dignidad y ni siquiera uno mismo puede renegar de esta.

Esta es la idea fundamental que se desprende de la reciente Declaración Dignitas Infinita del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. En el documento, la Iglesia explica el significado de la dignidad humana y menciona trece violaciones a esta en el mundo actual.

Se trata de temas también presentes en la realidad costarricense, como el aborto, la pobreza, la desigualdad entre hombres y mujeres, los abusos sexuales (incluso dentro de la Iglesia), la ideología de género, la trata de personas y la violencia digital.

También hay otros que representan amenazas, pues son promovidos por ciertos sectores, como la eutanasia y el llamado suicidio asistido.

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