Miremos a Jesús, miremos al Crucificado, están los dos: un amor sin límites y la valentía de dar la vida hasta el extremo, sin medias tintas. Aquí delante de nosotros está la beata Ana, una heroína del amor. Nos dice que apuntemos a metas altas. Por favor, no dejemos pasar los días de la vida como los episodios de una telenovela.
Por eso, cuando sueñen con el amor, no crean en los efectos especiales, sino en que cada uno de ustedes es especial, cada uno de ustedes. Cada uno es un don y puede hacer de la propia vida un don. Los otros, la sociedad, los pobres los esperan.
Sueñen con una belleza que vaya más allá de la apariencia, más allá del maquillaje, más allá de las tendencias de la moda. Sueñen sin miedo de formar una familia, de procrear y educar unos hijos, de pasar una vida compartiendo todo con otra persona, sin avergonzarse de las propias fragilidades, porque está él, o ella, que los acoge y los ama, que te ama así como eres. Eso es el amor, amar al otro como es, y eso es hermoso.
Los sueños que tenemos nos hablan de la vida que anhelamos. Los grandes sueños no son el coche potente, la ropa de moda o el viaje transgresor. No escuchen a quien les habla de sueños y en cambio les vende ilusiones. Una cosa es el sueño, soñar, y otra tener ilusión. Los que venden ilusiones hablando de sueños son manipuladores de felicidad.
Hemos sido creados para una alegría más grande, cada uno de nosotros es único y está en el mundo para sentirse amado en su singularidad y para amar a los demás como ninguna otra persona podría hacer en su lugar.
No se dejen “homologar”; no fuimos hechos en serie, somos únicos, somos libres, y estamos en el mundo para vivir una historia de amor, de amor con Dios, para abrazar la audacia de decisiones fuertes, para aventurarnos en el maravilloso riesgo de amar.
Quisiera darles otro consejo. Para que el amor dé frutos, no se olviden las raíces. ¿Y cuáles son sus raíces? Los padres y sobre todo los abuelos. Presten atención, los abuelos. Ellos les han preparado el terreno. Rieguen las raíces, vayan a ver a sus abuelos, les hará bien; háganles preguntas, dediquen tiempo a escuchar sus historias.
Hoy se corre el peligro de crecer desarraigados, porque tendemos a correr, a hacerlo todo de prisa. Lo que vemos en internet nos puede llegar rápidamente a casa, basta un clic y personas y cosas aparecen en la pantalla. Y luego resulta que se vuelven más familiares que los rostros de quienes nos han engendrado. Llenos de mensajes virtuales, corremos el riesgo de perder las raíces reales.
Desconectarnos de la vida, fantasear en el vacío no hace bien, es una tentación del maligno. Dios nos quiere bien plantados en la tierra, conectados a la vida, nunca cerrados sino siempre abiertos a todos.
Queridos jóvenes, no se dejen condicionar por lo que no funciona, por el mal que hace estragos. No se dejen aprisionar por la tristeza, por el desánimo resignado de quien dice que nunca cambiará nada.
Hoy existen muchas fuerzas disgregadoras, muchos que culpan a todos y todo, amplificadores de negatividad, profesionales de las quejas. No los escuchen, no, porque la queja y el pesimismo no son cristianos, el Señor detesta la tristeza y el victimismo. No estamos hechos para ir mirando el piso, sino para elevar los ojos y mirar al cielo, a los otros y a la sociedad.