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Viernes, 13 Diciembre 2024
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De caminar despacio, hablar prudente y cortés. Sencillo, noble y “libre de equipaje”. Así es el Padre Juan Luis Mendoza, quien el pasado 8 de mayo cumplió nada menos que 62 años de vida sacerdotal.

Costarricense por decisión propia, muchas son las facetas en la vida de este apóstol de la palabra, nacido en España en 1932, y que desde 1975 hizo de Costa Rica su casa y lugar de realización.

Hoy, en la madurez de la vida, el tiempo que más disfruta el Padre Mendoza es en presencia del Señor, sea en la Eucaristía, o en la oración que realiza con devoto entusiasmo allí donde se encuentre.

En sus manos la fe y los pensamientos toman forma en cientos de libros y artículos que desde hace muchos años comparte con quienes le conocen y siguen a través de varios medios de comunicación, incluido el Eco Católico.

El Carmelo, cuya hermosura ensalza la Biblia, ha sido siempre un monte sagrado. En el siglo IX antes de Cristo, Elías lo convirtió en el refugio de la fidelidad al Dios único y en el lugar de los encuentros entre el Señor y su pueblo (1R 18,39).

El recuerdo del profeta “abrasado de celo por el Dios vivo” había de perpetuarse en el Carmelo. Durante las Cruzadas, los ermitaños cristianos se recogieron en las grutas de aquel monte emblemático, hasta que en el siglo XIII, formaron una familia religiosa, a la que el patriarca Alberto de Jerusalén dio una regla en 1209, confirmada por el Papa Honorio III en 1226.

El Monte Carmelo está situado en la llanura de Galilea, cerca de Nazareth, donde vivía María “conservándolo todo en su corazón”. Por eso la Orden del Carmelo desde sus orígenes, se ha puesto bajo el patrocinio de la Madre de los contemplativos.

En ese Monte fundaron un templo en honor a la Virgen y la congregación de los Hermanos de Santa María del Monte Carmelo, la que pasó a Europa en el Siglo XIII luego de su persecución en Tierra Santa. Quisieron vivir bajo los aspectos marianos que salían reflejados en los textos evangélicos: maternidad divina, virginidad, inmaculada concepción y anunciación.

Es natural que en el siglo XVI, los dos doctores y reformadores de la Orden, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, convirtieran el Monte Carmelo en el signo del camino hacia Dios.

Sufrieron dificultades económicas, padecieron la enfermedad, vivieron el duelo… Pero se mantuvieron unidos y, sobre todo, pusieron a Dios en el centro. Se trata del matrimonio de San Luis Martin y Santa Celia Guérin, un matrimonio como cualquier otro, con sus dificultades y pruebas, pero donde abundaba la fe.

Recientemente, ambos fueron declarados patronos de los laicos en Costa Rica. Precisamente, se escogió  como Día Nacional del Laico el 12 de julio, Festividad de San Luis Martin y Santa Celia Guérin.

Él, un relojero y joyero; ella, una costurera y emprendedora. Nacieron en Francia en el Siglo XIX. Son conocidos por ser los padres de Santa Teresa de Lisieux, quien decía: “Dios me ha dado un padre y una madre más dignos del cielo que de la tierra”.

En su juventud, ambos quisieron optar por la vida religiosa, pero Dios tenía otros planes para ellos. Cuando se conocieron fue, por así decirlo, “amor a primera vista”.

Celia vio a un joven guapo de finos modales y de inmediato una voz en su interior le dijo que ese era el hombre indicado. Tres meses después de aquel primer encuentro decidieron contraer matrimonio, la ceremonia ocurrió el 13 de julio de 1858.

A pesar de eso, se casaron a una edad muy madura para la época, él tenía 35 años y ella 27. Tuvieron nueve hijos, pero cuatro fallecieron y las otras cinco eligieron la vida religiosa.

Era una familia santa. Una de sus hijas, Marie dijo una vez: “con papá y mamá nos parecía estar en el cielo”. También era un matrimonio que podía tener sus discusiones y diferencias, como cualquier otro, pero nada los separaba.

Las dificultades fueron muchas y muy duras, eran tiempos de crisis económica en Francia. Aun en medio de sus limitaciones, compartían lo que tenían con los más necesitados.  “Su casa no fue una isla feliz en medio de la miseria, sino un espacio de acogida, comenzando por sus obreros”, señala su biografía.

Tuvieron que enfrentar la enfermedad, primero fue el tumor de Celia y luego el deterioro de la salud de Luis. El último gesto que vio santa Teresa del Niño Jesús de su padre, en la última visita que le pudo hacer, ya anciano y enfermo, fue su dedo que indicaba al cielo, como si quisiera recordar a sus hijas todo lo que su esposa y él les habían intentado inculcar desde niñas, según menciona un artículo de Alfa y Omega.

Mensaje de los Obispos de la Conferencia Episcopal a la Iglesia y al pueblo de Costa Rica con ocasión del Mes de la Juventud

Jóvenes constructores de la civilización del amor

Nuestra Iglesia, tradicionalmente, dedica el mes de julio a los jóvenes. Por esa razón, se multiplican en estos días encuentros y espacios en los que, junto a ellos y con ellos, reflexionamos y oramos por los jóvenes, renovamos nuestra apertura e invitación para que se sientan parte de nosotros y participen con su protagonismo en un caminar sinodal.

Bien dice el Papa Francisco que los jóvenes no son solo el futuro, sino el presente de la Iglesia y del mundo, su rostro más radiante y auténtico por los valores y las convicciones que los caracterizan. La juventud debe ser un tiempo de entrega generosa, de ofrenda sincera, de sacrificios que duelen pero que nos vuelven fecundos (cfr. Christus vivit, 107). Con el Santo Padre decimos a los jóvenes: No dejen que les roben la esperanza y la alegría, que los narcoticen para usarlos como esclavos de sus intereses. Atrévanse a ser más, porque su ser importa más que cualquier cosa.

Muchos son los signos de esperanza que encarna nuestra juventud. En el corazón de la inmensa mayoría de nuestros jóvenes hay un auténtico deseo de bien, perviven altos ideales y proyectos generosos, quieren ser agentes y constructores de una nueva civilización, más plenamente humana, compasiva, entregada al servicio, consciente de sus capacidades y de sus responsabilidades, comprometida con la paz, el diálogo, la atención de los hermanos necesitados, el desarrollo integral y la protección de la Casa Común.

No faltan los signos de amenaza como el resentimiento y la autoreferencialidad por las heridas de los golpes de la vida, las relaciones tóxicas de dominio, manipulación, acoso; las ideologías deshumanizadoras, las adicciones de cualquier tipo que esclavizan, las dinámicas sociales de consumismo e indiferencia ante el sufrimiento de los demás, la discriminación, la violencia…

Desde hace tiempo me intriga saber qué inspira al Papa Francisco a escribir cartas y ponerlas debajo de su querida imagen de San José Dormido, tal y como varias haces ha relatado que hace, recomendando la intercesión del glorioso protector de la Sagrada Familia y santo patrono de la Iglesia Universal. ¿Existen antecedentes históricos o relatos que arrojen luz sobre este acto de fe?

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