“El proyecto de despertar en nuestra juventud de ambos sexos, tanto de enseñanza primaria como secundaria, el amor por la naturaleza exterior, y con preferencia a los árboles, por medio de exposiciones teóricas claras y sucintas, y la práctica de la siembra de árboles, rodeada de todo el aparato de una solemnidad exterior que conmueva los ánimos juveniles y les deje impresiones favorables y permanentes para toda la vida, es digno de toda alabanza, por la utilidad que ha de producir en el porvenir a la patria”.
Mons. Bernardo Augusto Thiel
II Obispo de Costa Rica
En mayo de 2015 el mundo entero atestiguó un hecho realmente extraordinario, emergido de la ciudad del Vaticano. Se trató de la promulgación de la encíclica Laudato Si’. Sobre el cuidado de la casa común, cuyo título proviene de la expresión «Laudato si’, mi’ Signore», es decir «Alabado seas, mi Señor». Concebida y escrita por el papa Francisco, dicha encíclica está fuertemente arraigada en el contenido del Cántico a las criaturas, que conociéramos de niños en la escuela salesiana Don Bosco.
En nuestra mente infantil quedaron firmes e indelebles las hermosas alabanzas con las que San Francisco de Asís agradecía a Dios su inmensa bondad, por prodigarnos tantos dones como parte de su Creación. Y, también, desde entonces se nos quedaron grabados algunos fragmentos del poema Los motivos del lobo, en el que el gran poeta nicaragüense Rubén Darío alude al «mínimo y dulce Francisco de Asís» quien, en un prolongado e incisivo debate con un lobo hambriento y destructor que asolaba el villorrio italiano de Gubbio, termina por reconocer que «en el hombre existe mala levadura» y, también, que «mas el alma simple de la bestia es pura».
Pureza en el alma de los animales silvestres, pues no hay ninguno que sea intrínsecamente maligno ni perverso. Aún los animales considerados muy peligrosos, como los grandes felinos, las águilas arpías, las serpientes venenosas, los tiburones o los cocodrilos, no tienen noción del mal, y lo que hacen es cumplir su función instintiva e innata de depredadores en las cadenas alimentarias de las que forman parte en la naturaleza. Además, más bien le temen y hasta evitan al hombre, en quien perciben una especie extraña en sus hábitats. Por eso, reaccionan de manera agresiva solo si se les perturba, o si se invaden sus territorios en ciertas épocas.
Así lo percibió San Francisco de Asís, y lo manifestó en su cántico, al expresar: «Alabado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, / especialmente el señor hermano Sol, / el cual es día y por el cual nos alumbras», para continuar con «la hermana luna y las estrellas», «el hermano viento», «la hermana agua» y «el hermano fuego», y culminar con «nuestra hermana la madre tierra, / la cual nos sustenta y gobierna / y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas».
Se trata de un mensaje de amor puro y de hermandad hacia todas las manifestaciones del mundo natural, ya sean abióticas (los astros, el viento, el agua y el fuego) o bióticas, como las plantas, los animales y la especie humana (Homo sapiens), culmen de la creación esta última, por estar dotada de raciocinio. Eso sí, justamente por ese atributo particular, «el cuidado de la casa común» al que se refiere el papa Francisco nos corresponde única y exclusivamente a nosotros, al ejercer una ineludible y bondadosa mayordomía hacia las demás criaturas silvestres.
Conviene agregar que, en uno de sus acápites introductorios de su encíclica, el papa Francisco remarca que «en ese hermoso cántico [San Francisco] nos recordaba que nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos». Asimismo, en otro pasaje, fiel a su preocupación por el ambiente y por los más pobres, el papa señala que «el desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar […]. La humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común. Deseo reconocer, alentar y dar las gracias a todos los que, en los más variados sectores de la actividad humana, están trabajando para garantizar la protección de la casa que compartimos. Merecen una gratitud especial quienes luchan con vigor para resolver las consecuencias dramáticas de la degradación ambiental en las vidas de los más pobres del mundo».
Sirvan tan importantes conceptos y reflexiones para destacar que, aunque los problemas ambientales se agudizan cada vez más en el planeta -hasta poner en riesgo la existencia de la propia especie humana-, son de muy larga data, e incluso han ameritado una firme postura de parte de la Iglesia católica desde épocas remotas, como se verá a continuación.
Al respecto, en el caso de nuestro país, tuve la fortuna de hallar una reveladora carta, escrita hace 120 años, la cual recién di a conocer en el artículo Monseñor Thiel y la naturaleza en Costa Rica (Herencia, Vol. 34(1), 2020). Sin embargo, antes es importante contextualizarla.
Monseñor Bernardo Augusto Thiel
En primer lugar, el sacerdote alemán Bernardo Augusto Thiel Hoffmann (1850-1901) se había radicado en Ecuador desde 1874, pero, tras grandes convulsiones políticas y anticlericales, se trasladó a Costa Rica, con el fin de ejercer labores docentes en el recién fundado Colegio Seminario. Para entonces no había obispo, puesto que se mantuvo vacante por un decenio, tras la muerte de monseñor Anselmo Llorente y Lafuente. Dos años después de su llegada, y cuando frisaba los 30 años de edad, fue electo obispo, mandato que ejerció de manera vitalicia, aunque vivió apenas 50 años. Hombre de vasta cultura e intereses diversos, sus biógrafos lo califican de evangelizador, etnógrafo, lingüista, antropólogo, historiador y demógrafo.