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Viernes, 01 Noviembre 2024
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“Monseñor, el 23 del mes pasado (setiembre) la Iglesia ha celebrado la fiesta de San Pío de Pietrelcina. Durante estos últimos años estaba constatando un crecimiento muy notable de la devoción a este santo. ¡Y bendito sea Dios! Sin embargo, es todo tan extraordinario en su vida y todo tan marcado por dones sobrenaturales, que me brota preguntarme: ¿de qué me sirve conocerle cuando se trata de un santo más admirable que imitable? Me animan más los santos “normales” con una vida en que no hay nada extraordinario excepto el amor con que la vivieron, como S. Gianna Beretta Molla, la doctora que enferma de cáncer, prefiere morir ella que abortar y matar a su criatura y así salvarse. No me estoy quejando, sólo me brotó expresarle lo que siento en mi corazón”.

Pilar Mesén L. - San José. 

Estimada Pilar, encuentro muy sincero y apropiado su desahogo. No creo que sea Usted la única persona que experimenta su reacción que considero normal. Cuando nuestro Papa Francisco habla de los “santos de la puerta de al lado”, creo que se refiere a los santos y santas a quienes Usted admira y que le animan. Se trata, como en el ejemplo que Usted nos recuerda, el de Santa Gianna Beretta Molla, de cristianos y cristianas que teniendo una existencia en que pareciera que nada tenga brillo particular, se deciden a amar a Dios y al prójimo con un grado heroico. Ellos son los santos ejemplares a quienes sentimos cercanos y, por eso, imitables. Al respecto, es muy bello y lleno de enseñanza el testimonio que dejó escrito el esposo de Santa Gianna Beretta Molla: “yo vivía con una santa y no lo sabía; necesité tiempo para darme cuenta”, y eso porque la vida de su esposa era la de una doctora dedicada calladamente al servicio abnegado de sus enfermos y sostenida por la oración y la vida sacramental.

Sin embargo, estimada Pilar, si nos acercamos a la vida del Padre Pío, constatamos que su santidad no era la de los dones extraordinarios que Dios le había concedido (estigmas, bilocación, leer conciencias, milagros…), sino la santidad de un fraile capuchino que dedicaba horas y horas al ministerio de las confesiones y que se comprometía en la lucha diaria para no dejarse vencer, por ejemplo, por sus impulsos de enojo o de excesiva ternura, como él lo ha dejado manifiesto en varias de sus cartas a sus directores espirituales.

Él lo repetía: para hacerse santo es necesario perseverar en la lucha, saber sufrir, soportando padecimientos, enfermedades, calumnias (y las hubo y muy graves en su vida), frente al miedo de las penitencias de los peligros, de las críticas y de los disgustos que pueden causarnos inclusive los mismos amigos.

Sin embargo, al mismo tiempo se mostraba bien consciente y lo insistía con todos que decidirse y perseverar en ese “combate”, es posible solo con la gracia de Dios y con la fuerza de su Espíritu Santo, auténtico “poder de lo Alto”. Y es por eso, que insistía con sus dirigidos y dirigidas que se acercaran a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y que dedicaran tiempo a la oración y a la contemplación de la Pasión, y que acudieran a la intercesión y protección de la Virgen María (él en ningún momento, durante el día, dejaba caer el rosario de sus manos). He aquí un ejemplo. Le escribía a Erminia Gargani, dirigida suya: “la confesión tiene que ser cada ocho días, para que no te prives de obtener la gracia y las ayudas necesarias”.

Ahora esto último, nos resultaría imposible, pero he transcrito estas letras para poner de relieve cómo el Padre Pío “lanzaba” a cuantos se confiaban a su dirección, a una auténtica y a la vez “normal” santidad. No les exigía ningún don extraordinario más que el amor a Dios y al prójimo, en la vida cotidiana, según la vocación propia.

“Monseñor, una consulta: Si una persona se casa, ¿cuál debe ser el orden de prioridad en los siguientes ámbitos, según el Magisterio de la Iglesia, hijos, esposa y esposo, trabajo, estudio?”.

Jorge Jáen J.- San José

 

Estimado Jorge, del tono de su correo, se comprende que usted es un joven soltero que quiere casarse y formar una familia. Eso me ha hecho recordar lo que escribió nuestro Papa Francisco en el comienzo de su Exhortación Apostólica Amoris Laetitia (La Alegría del Amor), del 2016. “La alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia. Como han indicado los Padres sinodales, a pesar de las numerosas señales de crisis del Matrimonio, el deseo de familia permanece vivo, especialmente entre los jóvenes, y esto motiva a la Iglesia” (1).

Usted, Jorge, es uno de estos jóvenes, y le felicito y le deseo que pueda formar una familia como Cristo nos la ha propuesto. Estamos convencidos de que el anuncio cristiano en relación con la familia es verdaderamente una buena noticia.

Tenía razón Facundo Cabral, cuando repetía, y haciéndolo canto: “lo barato tiene precio, lo valioso no”. La vida, el amor y la fe no nos han costado nada; nadie paga nada por el don de la vida, así como por el don del amor y de la fe. Esos preciosos dones nos vienen de Dios, pero por medio de la cooperación de nuestras familias.

Lo ha repetido el mismo Papa Francisco, no hay ninguna familia perfecta, en todas experimentamos límites, errores… sufrimiento, pero todo esto no opaca ni oscurece en absoluto la belleza, la grandeza y la dignidad de la familia. Como lo expresaba el poeta Jorge Luis Borges, “toda casa es un candelabro” y lo es por la familia que ahí vive. En ella brota la vida, custodiada y acrecentada por el amor e iluminada por la fe.

Es tan fácil recordar aquí, entonces, el Salmo 128, que todavía hoy en día, es proclamado en la liturgia nupcial judía como en la cristiana:

“¡Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos!

Del trabajo de tus manos comerás, serás dichoso, te irá bien.

Tu esposa como parra fecunda en medio de tu casa;

Tus hijos como brotes de olivo, alrededor de tu mesa.

Esta es la bendición del hombre que teme al Señor.

Que Dios te bendiga desde Sion; que veas la prosperidad de Jerusalén,

todos los días de tu vida; que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!”

Es tan fácil imaginar la escena aquí descrita. En torno a la mesa festiva; en el centro encontramos la pareja del padre y de la madre con toda su historia de amor, y con ellos, sus hijos e hijas.

Para ese ambiente familiar, estimado Jorge, surge su pregunta, ¿cuál es el orden de prioridad?, o, con otras palabras, ¿qué es lo primero que hay que atender y cuidar en una familia?, ¿los hijos, la esposa, el esposo, el trabajo, el estudio?

Sin duda está usted de acuerdo conmigo, estimado Jorge, si afirmamos que a la base de su pregunta hay otra y muy importante, y es ésta: ¿Cuál es el criterio o norma para poder establecer el orden de prioridad o jerarquía? La respuesta es del todo obvia: la familia nace del amor y está llamada a perseverar por el amor, éste pues, debe ser el criterio de prioridad. Hay que escoger y priorizar aquello en que más amor cabe poner y manifestar. Es el amor y sólo el amor, de donde nos debe venir la luz para guiar nuestros pasos.

Es lógico entonces que, desde el día del matrimonio, el esposo deberá poner a la esposa como lo primero en su vida y viceversa. Si estudia, si trabaja, si intenta mejorar el nivel de vida… todo debe estar orientado para hacer feliz (en la medida de lo posible) a su pareja, haciéndola feliz y encontrando el mismo compromiso en su esposa va a realizar la única manera para encontrar la propia alegría.

Aquí es imprescindible recordar, que esto es posible sólo con la ayuda de Dios, ya que el egoísmo en todas sus extrañas formas siempre está al acecho. Hay que recordarlo y pedir para no ser víctima de él: “si Dios no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 126).

Una vez que lleguen los hijos es del todo natural que el criterio del amor lleve a los dos, padre y madre unidos, a priorizar a la prole. Por los hijos, fruto de su amor, y por su bien, los dos estarán dispuestos a trabajar, a estudiar (según los casos), a… sacrificarse, conscientes de que, después de Dios, ellos, padre y madre, lo son todo para sus hijos. Naturalmente, sin descuidar las expresiones de atención, cariño hacia la propia pareja.

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